La idea, en sí, no es novedosa.
Hace años que se vende aire enlatado de lugares como Roma, Berlín, París,
Praga, Singapore, Nueva York, Líbano. Un souvenir intangible que intenta evocar
un recuerdo, una ilusión o simplemente una bocanada supuestamente de aire puro
en la imaginación de quien abre la lata. El
multimillonario chino, Chen Guangbiao, hace unos días lanzó al mercado
su aire enlatado a un precio de 0,63 dólares, el negocio está revestido de la
camiseta de la filantropía (donará 0,018 dólares a organizaciones caritativas)
y el pseudo mensaje ecológico de su creador. En esta ocasión el aire está
extraído de la región del Tíbet y un par de provincias chinas que escapan a la
contaminación fuera de control que se respira a diario en la locomotora de la
economía mundial.
El contenido es imposible de
testear, al final es sólo aire, es cierto, pero un aire donde se condensan los
alientos de un territorio social, donde lo mismo se disipan sueños mientras se
escuchan nuevos gritos de libertad ahogados en el susurro de la información.
Desconozco el proceso de extracción y enlatado del aire, pero sospecho que
desde la primera línea de producción está contaminada ya no sólo por la mano
del hombre sino que también por sus continuas exhalaciones de aire utilizado
para sobrevivir.
Una lata de aire puro del Tíbet
no puede sino estar cargada de partículas de sufrimiento suspendidas en la
atmósfera después de tantas décadas de ocupación y represión china. Abrir una
lata de estas es oler el cuerpo chamuscado de cientos de tibetanos que se
siguen quemando a lo bonzo por un poco de libertad concreta, más allá del
budismo.
Esta nueva versión del aire enlatado vende una quimera que es la
concepción del aire puro y la asociación mental a un espacio reconstruido en
los márgenes de la ensoñación publicitaria sin contexto social. Es decir, el Tíbet,
la cuna del budismo, el Everest, el aire purificado donde aún no ha llegado la
maquinaria capitalista y sus chimeneas de humo.
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