Por la mañana temprano:
Mientras los militares sublevados copan la ciudad de Valparaíso, mi madre boliviana y su esposo chileno, asisten a las primeras contracciones de la nueva vida que se anuncia entre tanta muerte, muy cerca de Tomás Moro, lugar donde esta ubicada la residencia de Salvador Allende y su familia. Se viene el golpe militar auspiciado por la CIA, las transnacionales y la derecha fascista con una contundencia que muy pocos por entonces siquiera imaginan; el país despierta con un ojo en tinta antes de que una bala miserable agujeree los cuerpos día tras día. A esa hora mi madre que como buena boliviana ha asistido a decenas de sublevaciones militares – de estilo quito y pongo- en su país, aguanta con estoicismo el paso de las horas, esperando en vano a que todo se tranquilice en la historia republicana chilena. Ya desde temprano Allende se ha dirigido a su lugar de trabajo; el Palacio de La Moneda, los universitarios en sus facultades públicas corren de la asamblea a la radio; los obreros en sus fábricas y centros de producción esperarán por horas y horas las armas que nunca llegarían y que tanto discurso incendiario había prometido para defender las conquistas sociales del proyecto socialista que había llegado al gobierno por la vía democrática por primera vez en el mundo.
Medio día y tarde:
Una mujer de 23 continúa revolcándose en el silencio de su historia, afuera los militares ya están en las calles y disparan al que se mueve. Mi viejo ha intentado pedir ayuda, después de muchos amagos de banderas blancas y ráfagas milicas mi viejo por fin sale con mi madre desde el cité para ser trasladados a algún hospital. Interrogatorios y fusiles por debajo del vestido para comprobar que aquella enorme barriga a punto de desvanecerse es pura realidad. Ya para entonces los bombardeos aéreos a las radios públicas, a la casa de Allende de Tomás Moro, avecinaban lo que pasaría en el palacio de La Moneda. Si algo estaba claro entonces era que Salvador Allende no renunciaría, ni se asilaría. Se lo ve con su casco de combate y empuñando el fusil, se lo ve triste pero tranquilo, como aquel que se encamina al último callejón de la historia sabiendo que hasta aquí no más se llegó. Aquella tarde noche nació mi hermana en un hospital público, por las noches las ráfagas de un fusil militar agujerearon puertas y ventanas en un anuncio silencioso de la larga mano de la dictadura de Pinochet.
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