septiembre 09, 2008
Europa Blindada: El salto de las historias mínimas en Ceuta y Melilla
El siguiente reportaje es de septiembre de 2006 y da cuenta del abandono de inmigrantes subsaharianos en pleno desierto marroquí, esta es la historia de los que fracasaron en el salto de las vallas de Melilla y Ceuta. Esta es la crónica de otro abandono a la muerte.
Kani cruzó las vallas fronterizas que separan a Marruecos de la ciudad española de Ceuta en cuatro minutos. No sabe porque cronometró el tiempo, pero lo hizo. Echó a andar el mecanismo justo en el momento en que con más de ochocientos inmigrantes subsaharianos arrimaban las primeras escaleras- construidas artesanalmente con maderas del bosque y gomas de caucho - en la verja de tres a seis metros de altura que separan a la Europa comunitaria del caos desolado de África. La madrugada estaba estrellada en el mediterráneo y las farolas iluminaban los cuatro corredores fronterizos que había que saltar. Los sensores de movimiento estaban a punto de volver a chillar y el centenar de cámaras de seguridad se movían nerviosas al igual que la policía y los militares que reforzaban la zona a uno y otro lado del vallado. Sin embargo, todo aquello no los disuadió a dejarlo para otra vez; había que probar, que intentar cruzar la frontera económica más desigual del planeta – 15 puntos de diferencia en renta per cápita- y dejar atrás el zumbido constante de la muerte y la desesperanza que un buen o mal día los empujó a tomar la decisión de emigrar hacia la Europa desarrollada. Para así, asegurar el bienestar de la familia africana que se queda envuelta en la incertidumbre y con la sospecha de que aquella última imagen- en que se los ve alejándose con sus bolsos por las calles polvorientas del barrio- significa mucho más que un hasta luego.
Y vienen desde Malí, Ghana, Níger, Guinea, Burkina Faso, Camerún, Senegal, Guinea Conakril, Gambia, Nigeria, Benín… en un viaje transfronterizo en que no sólo se van los meses y los años, sino que la vida y los amigos del éxodo silencioso que van cayendo por el camino sin siquiera haber visto con sus ojos la maldita verja y el mar mediterráneo. Sus cuerpos quedan sepultados bajo la arenilla fina del desierto con el manto de silencio que acompaña a los viajes de la emigración subsahariana que intenta penetrar en las ciudades españolas extra peninsulares de Ceuta y Melilla: la frontera Sur de la Unión Europea en territorio africano. Los cuerpos de otros muchos (no hay cifras exactas pero organismos europeos hablan de más de nueve mil muertos desde 1998) que intentan cruzar al otro lado del mediterráneo a bordo de una patera naufragan en el intento. Cada vez las travesías marítimas de la emigración clandestina son más largas y peligrosas a medida que España extiende su Sistema Integrado de Vigilancia Exterior (SIVE) por las costas de Andalucía y las Islas Canarias. La Europa blindada en su expresión más técnica y evidente se basa en la videovigilancia, bases de datos, vallas, espacios de seguridad, helicópteros, deportaciones conjuntas y masivas, patrulleras, sensores térmicos de última generación, acuerdos de deportación, restricciones del derecho a asilo político, dilatación de los trámites de reagrupación familiar, criminalización del colectivo inmigrante a través de la prensa…, la inmigración (legal/ilegal) en Europa hace mucho que se definió como un problema a la altura del terrorismo. No hay cumbre euromediterránea, euroafricana, iberoamericana, euroasiática, donde no este presente la cruzada occidental contra el complejo tema de la inmigración que cohesiona al abanico político europeo.
Es la madrugada del jueves 29 de septiembre de 2005. Cientos de jóvenes inmigrantes subsaharianos vuelven a romper el perímetro de seguridad en la ciudad de Ceuta, han dejado atrás el bosque marroquí Bel Younech o Mariguari, donde malviven a la espera de una oportunidad y han iniciado el salto en la zona conocida como Finca Berrocal (Ceuta) donde aún la valla mide 3,5 metros de altura. Sólo en los últimos dos días más de 500 de sus compañeros subsaharianos tras saltos masivos, desesperados y coordinados por telefonía móvil han logrado penetrar en la Europa fortaleza tras saltar las vallas de Melilla (casi 25.000 inmigrantes han logrado entrar desde 1995 en Ceuta). Lo han conseguido después de años de viaje y de vivir escondidos en el monte Gurugú en improvisados campamentos que una y otra vez desarman por el asedio de la policía marroquí que no sólo los golpea, los deporta a la frontera desértica con Argelia, sino que también les roba lo poco que tienen y corta los suministros de agua al custodiar la vertiente natural que apaga la sed de los desplazados económicos1. Lo han logrado pese al ruido incesante de los fusiles Cetme con bocachas de la Guardia Civil española que disparan pelotas de goma, a los botes de humo reventando por doquier, a las porras policiales sacando brillo a los rostros y cuerpos morenos y al plomo policial que mata en la impunidad fronteriza. Ni siquiera las concertinas de espina metálica que están enrolladas en lo alto de las vallas y que cercenan la piel a navajazos pudieron detener a la muchedumbre negra y hambrienta que rompió durante semanas el perímetro de seguridad, que en pleno siglo XXI, aún delimita a la vida de la muerte.
Y Kani y el millar de historias mínimas que esa madrugada del jueves 29 intentan el salto no saben que ellos y su sobrevivencia han trastocado la agenda política, mediática y las conversaciones en los bares españoles. Se habla de “invasión”, de “avalanchas de ilegales”, de “asaltos a la frontera española”, de “nula colaboración marroquí para detener a los sin papeles”. Las imágenes de los cuerpos ensangrentados de los subsaharianos vagando por las calles de Melilla colman de histeria eurocentrista la frágil memoria histórica española que ya no quiere saber nada de pobres y calamidades del tercer mundo.
Y ellos, sólo van rumbo a la comisaría de policía por una orden de expulsión que no se podrá ejecutar porque España no tiene convenios de repatriación con sus países de origen y Marruecos- hasta aquellos días- no los readmite. Lo normal es que luego pasen a ingresar en el Centro de internamientos para Extranjeros (CETI) y de ahí esperar meses, años algunos, por un vuelo silencioso que los deposita en alguna ciudad española (el año pasado 8.716 personas) para que se busquen la vida con el rótulo de sin papeles y así inicien otro viaje también incierto.
Horas antes del salto, a las diez de la noche del miércoles 28 de septiembre, el Presidente del Gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, desde el palacio de La Moncloa da la orden de que cuatro compañías de regulares y Legionarios (720 efectivos) vigilen las fronteras españolas de Ceuta y Melilla armados con sus fusiles H & K, además aprueba la construcción de otra verja “inexpugnable”, pero por sobre todo, aumenta la presión sobre Marruecos para que frene los saltos de “ilegales”; la VII cumbre hispano marroquí de alto nivel que se celebra en esos días en Sevilla se transforma así en un monográfico sobre la inmigración clandestina. Horas antes de la respuesta de Zapatero a la crisis humanitaria que estaba en proceso, su secretario de Estado de Seguridad, Antonio Camacho, advertía ante el parlamento español. “Es altamente probable que, a pesar de una diligente, profesional y proporcionada actuación de los agentes policiales, puedan sobrevenir situaciones no deseadas, no sólo en la integridad física de los asaltantes, sino también de los agentes”.
Y la premonición política- policial de Camacho se cumplió en la madrugada del jueves 29 de septiembre. Cinco subsaharianos fueron asesinados en el intento de saltar la valla fronteriza de Ceuta. Kani y otros 216 lo lograron, 46 de ellos heridos, al otro lado de la verja más de160 resultaron heridos y otros cientos fueron acorralados y detenidos por la policía y el ejército marroquí en una cacería de negros que se extiende hasta hoy. Tres murieron de lado marroquí y dos de lado español, todos por impacto de bala y postas según las autopsias. Uno de los inmigrantes subsaharianos permaneció enganchado en lo alto de la concertina de espino metálica durante horas en territorio español. De nada le sirvieron los dos pantalones, cuatro chalecos y el pasamontañas que le cubría la cabeza, ante la respuesta del plomo policial. Era de Camerún, su cuerpo no tenía más de veinte años de capitalismo periférico acumulado y murió mientras ejercía su derecho a emigrar (artículo 13 de la declaración universal de los Derechos Humanos, 1948) y rasgar con sus propias manos el telón de bienestar del primer mundo.
La historia se repitió una semana después. El jueves 6 de octubre seis subsaharianos también de madrugada mueren tiroteados en las inmediaciones de la valla de Melilla por las fuerzas policiales marroquíes. Catorce horas después de aquel salto masivo y cada vez más desesperado, el Ministerio del Interior marroquí en una breve declaración da a conocer el hecho y expresa que sus fuerzas de seguridad destinadas a impedir el salto de clandestinos “se vieron obligadas a hacer uso de sus armas en legítima defensa”. Ese mismo día Marruecos –no lo había hecho en quince años- acepta la devolución de 73 inmigrantes subsaharianos que son deportados desde España contraviniendo la normativa legal para estos casos. Desde Bruselas también llega la confirmación de que los 40 millones de euros que Marruecos espera desde hace años para reforzar la seguridad de sus fronteras serán transferidos en breve por la Unión Europea para combatir a todos aquellos hombres y mujeres que no disponen de un código de barras Schengen.
Aquel fue el último salto masivo de los inmigrantes subsaharianos sobre las vallas fronterizas de Ceuta y Melilla.
¿A donde los llevan a morir?
Los primeros testimonios de lo que verdaderamente estaba sucediendo con los inmigrantes subsaharianos, que habían fracasado en su intento por saltar la valla y habían caído en la cacería policial marroquí, llegaron también por móvil en los primeros días de octubre y de ahí no pararon hasta finales de mes.
La presión diplomática española y de la Unión Europea para que Marruecos aplacara la presión migratoria en su territorio causó efecto rápidamente. En pocos días el Reino Alahuita destruyó los campamentos de los subsaharianos, talo los bosques cercanos a la valla, realizó redadas extensivas por las zonas rurales y urbanas de todo el norte marroquí y detuvo a todo negro subsahariano fuera ilegal, legal, demandante de asilo político o bajo la protección certificada de ACNUR, no hubo contemplación ni siquiera con los heridos, las mujeres o algunos niños. Las caravanas de la muerte cargadas de inmigrantes subsaharianos se pusieron en marcha desde toda la cartografía norte de Marruecos. Iban esposados, con hambre, las heridas abiertas y el alma rota tras comprobar por las ventanillas del autobús como las luces de Ceuta o Melilla cada vez parpadeaban con menos intensidad mientras los autobuses se internaban en el desierto con destino desconocido. Hasta entonces era costumbre que la policía marroquí deportara a los sin papeles hacía la ciudad marroquí de Oudja fronteriza con Argelia. Luego los invitaban a cruzar hacía el otro lado de una frontera que permanece cerrada desde 1994 por diferencias profundas entre Rabat y Argel. Y pese a ello, una y otra vez, los deportados, los eternos pasajeros en tránsito volvían a recorrer los 120 kilómetros que separan a Oudja de Melilla. Sólo eran cinco días de viaje a pie. Esta vez todo sería distinto.
Delante de nosotros sólo hay arena, piedras, colinas y mucho sol” así describía, Phillippe Tamouneke, su situación y la de centenares de compañeros que habían sido abandonados en pleno desierto fronterizo por la policía marroquí después de recorrer cientos de kilómetros de viaje esposados y sin ayuda médica o alimentos en las caravanas de autobuses. Con su teléfono móvil que había podido camuflar, el congoleño contactó con los miembros de Médicos Sin Fronteras (MSF) que desde hace más de dos años tienden una mano mucho más que sanitaria al colectivo migrante que realiza las rutas clandestinas de la emigración africana. El 7 de octubre dos médicos y un ayudante de la organización de MSF localizan a más de 500 subsaharianos hambrientos, sedientos y en pleno desierto fronterizo con Argelia en la localidad de Ouina- Souatar. Aquellas primeras fotografías realizadas por los miembros de MSF a los subsaharianos que iban apareciendo por el desierto en búsqueda de agua y comida fueron el testimonio gráfico de que la pesadilla era una realidad y no una burda campaña comunicacional orquestada por las ONGs, colectivos sociales y los portales de información independientes que desde hace día venían denunciando las deportaciones masivas de los inmigrantes hacía el interior del desierto.
Tres días más tarde un reducido grupo de periodistas y activistas de la Asociación de Amigos y familiares de las Víctimas de la Inmigración Clandestina (AFVIC), que se habían internado en las desérticas carreteras marroquíes logran dar con los autobuses de la muerte mientras estos repostan combustible para seguir con su viaje secreto y su cargamento de seres humanos.
Y ahí están ellos nuevamente; desesperados, sedientos, pidiendo ayuda en francés, español, inglés, olof, árabe. Sus manos negras agitan las botellas plásticas vacías de agua, van esposados de a dos y con los rostros inflamados de miedo e incertidumbre. Una mujer logra sacar medio cuerpo por la ventanilla pequeña y en un trance real, entre la vida y la muerte, repite por largos minutos con desgarro help, help, help mientras socializa al mundo televisado su pena inmensa. Ella y los niños no saltan la valla sino que intentan cruzar por los peligrosos acantilados de Melilla o en patera surcando las aguas del estrecho.
Otro joven subsahariano no aguanta más y se lanza fuera del autobús mientras su compañero de cadenas queda al interior de este con su mano extendida al vació. Todos deben saber que está gente nos está matando- grita otro hombre- aprovechando la presencia de los periodistas. Miembros de la AFVIC colocan su cuerpo sobre el asfalto para impedir que los autobuses de la muerte inicien nuevamente la marcha. No lo logran.
Rabat, Madrid, Bruselas, el desierto del Sahara y el Frente Polisario
La diplomacia española y europea exige el respeto de los derechos humanos para con los inmigrantes de parte del gobierno marroquí, éste a su vez contesta que esta resolviendo un problema que aqueja a la vieja Europa a petición de ellos mismos. Finalmente desde Rabat sale la orden para que los militares vayan en búsqueda de los que abandonaron días antes para reagruparlos en ciudades como Bouârfa, Bouâname, Taouz, Oujda. Los que son ciudadanos de Malí y Senegal (más de un millar) son separados del resto porque a última hora y bajo la presión humanitaria y económica de la diplomacia sus países se han apresurado en firmar acuerdos de repatriación y ordenado a sus cónsules que dejen los despachos y vayan al desierto a localizar compatriotas.
El resto son nuevamente subidos a los autobuses de la muerte que terminan por abandonarlos en el desierto más inhóspito del sur después de dejar atrás las ciudades de Smara y Aargub, esta última a más de 1.650 kilómetros de Ceuta. Los llevan ahí donde las cámaras de televisión, ni las ONGs., ni siquiera un equipo del alto comisionado de la ONU para los refugiados y desplazados puede llegar. El mismo día en que el Vicepresidente de la Comisión Europea, Franco Frattini, alertaba a los ministros de interior y justicia de los países miembros que más de 30 mil emigrantes africanos esperaban en Argelia y Marruecos su oportunidad para entrar en la Unión Europea, se confirmaba la noticia de que centenares de ellos estaban perdidos y muriendo en la zona del Sahara Occidental, después de ser abandonados tras el muro de defensa marroquí que enclaustra al pueblo saharahui.
Entre estos dos puntos una extensa franja de desierto plagada de minas antipersonales que dejó sembradas el ejército colonial español antes de su retirada en 1976, otras miles han sido plantadas con los años por Marruecos que no acepta la independencia del pueblo saharaui y ocupa desde entonces el Sáhara Occidental saltándose las resoluciones de Naciones Unidas. Precisamente la Misión de Naciones Unidas para el Referéndum del Sáhara Occidental (MINURSO) destacada en la zona entra de lleno en la localización de los subsaharianos que cuentan por telefonía móvil como algunos de sus compañeros de travesía han muerto, mientras intentan buscar algún detalle geográfico en la inmensidad del desierto que pueda distinguir el lugar donde se encuentran perdidos. Los helicópteros de la MINURSO sobrevuelan el muro minado que separa a la zona controlada por Marruecos de la del Frente Polisario, encuentran grupos dispersos pero ninguno pertenece a quien ha originado la llamada de auxilio. Centenares de subsaharianos quedan en manos del Frente Polisario quien les brinda ayuda humanitaria y los cobija hasta que ellos mismos decidan si volver a casa o emprender rumbo al norte por una nueva oportunidad de saltar al otro lado del abismo.
Ahora es el turno de la alta diplomacia europea que está a punto de firmar con Marruecos un convenio de deportación para devolver a todos aquellos que llegan a Europa desde su territorio. Se afinan acuerdos de expulsión con los países africanos para que acepten la devolución de los que han fracasado en su intento por convertirse en emisores de remesas que equilibran las periféricas economías subsharianas post-coloniales. Muchos piensan en un plan Marshall para el continente africano, mientras paralelamente se debate en privado la idea de Tony Blair
- rechazada en 2003- de crear Centros de acogida -internamiento- de inmigrantes africanos en los países de tránsito, se intenta con esto, deslocalizarlos, atajarlos, antes de que puedan siquiera llegar a divisar la verja fronteriza de Ceuta o Melilla o embarcarse en una patera saturada de historias mínimas que zarpa desde las costas libanesas hacia la isla italiana de Lampedusa.
Las muertes de Ceuta y Melilla y la posterior deportación y abandono en el desierto de millares de inmigrantes subsaharianos dejaron de aparecer en los medios con el transcurso de los días y a medida que los primeros coches de fuego comenzaban a iluminar los barrios populares de París habitados en su mayoría por chicos franceses de origen magrebí y subsahariano que saldaban otro tipo de cuentas con el modelo de exclusión social francés.
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