Por estos días en numerosas publicaciones y bares se discute hasta donde llegará el profundo giro hacía la derecha que experimenta la Unión Europea. Más aún, después de aprobar la polémica iniciativa de la vergüenza que recorta los derechos humanos de los inmigrantes sin papeles encerrándolos hasta 18 meses para luego expulsarlos, otra iniciativa aprobada para su discusión pretende terminar con la jornada laboral de 48 horas para pasar a 65 y que en casos excepcionales podría llegar a 78 horas. Del mismo modo la cruzada contra el terrorismo recorta las libertades de los ciudadanos: detención sin pruebas por largos períodos (en Londres 42 días), millones de cámaras de seguridad en espacios públicos, en Suecia hace poco se aprobó una ley en donde el Estado podrá escudriñar el contenido de todos los correos electrónicos. Para algunos la imagen del modelo social europeo se viene abajo y junto a ello las conquistas sociales de los trabajadores del último medio siglo.
La vieja Europa y sus gobiernos de derecha (Francia, Luxemburgo, Italia, Bélgica, Irlanda, Alemania, República Checa, Polonia, Dinamarca, Holanda, Eslovenia, Malta, Grecia, Rumania, Estonia, Letonia, Suecia, Finlandia) sustentan estos cambios y se han convertido en una alianza conservadora que marca el ritmo y contenido a Bruselas. No sólo es Sarkozy embarcado en su cruzada ideológica por borrar de la historia francesa toda reminiscencia de aquel mayo del 68, o los delirios neofascistas de Silvio Berlusconi. La histórica imagen de tolerancia y solidaridad de países anglosajones como Holanda se desvanece ante el constante avance del miedo al otro (musulmán sobre todo) que capitalizan grupos de extrema derecha que ya no están pateando negros en la esquina sino que despachando leyes para reducir al máximo no sólo las posibilidades de que lleguen más extranjeros, sino que creando nuevas directrices para expulsar o joder un poco más la vida a los que ya están dentro desde hace años. Y también están los otros, algunos de los nuevos socios de la Unión Europea ( Estonia, Letonia, Polonia, República Checa, Rumania) que ya han dejado muy atrás el yugo comunista de la URSS para transformarse en el lacayo de Washington y esclavos del neoliberalismo más furioso. No es casual que las grandes transnacionales se trasladen a estas latitudes en busca de mayores desregulaciones laborales, ni tampoco que ofrezcan su territorio para el escudo antimisiles que desplegará EE.UU. en Europa, ni que cada vez que puedan patrocinen sanciones en contra de Cuba (República Checa, Polonia) y su población desde la ONU, la UE o desde cualquier estrado que acerque a sus gobernantes a la política real.
Los gemelos polacos y su fanatismo conservador católico reparten hostias en el carnaval europeo, mientras en el parlamento la minoría socialdemócrata europea vota a favor o se suma en el silencio a este juego de máscaras, los verdes y otros logran de vez en cuando enviar una comisión rogatoria de diputados europeos a algún centro de internamiento de extranjeros para comprobar in situ que aquello no es otra cosa que una cárcel con todo lo que ello implica.
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