julio 16, 2008

El Toni y su callejeo eterno

Cuando me di la vuelta; el Toni ya estaba acampando en la barra de la cafetería. Eran las ocho y medía de la mañana y aquello estaba que hervía de funcionarios y médicos alargando el café y la media tostada, a las once se repetiría la misma escena mientras en el centro de salud cercano colgaban el cartel de voy y vuelvo. En una cafetería de barrio hay códigos no escritos en donde la gente es capaz de pensar que uno -que sólo está ahí de paso para salvar la vida- tiene que aprenderse el desayuno de todo el gentío y sus absurdas descripciones sobre un miserable café con leche. A eso de las diez menos cuarto siempre miraba a la ventana que daba a la calle esperando un milagro que nunca llegaba. El grupo de las seis comadrejas de mediana edad no fallaban nunca y a media mañana ya estaban ahí dando el coñazo con el café descafeinado de máquina con leche desnatada, templado, en vaso de caña y con sacarina, que por lo general iba acompañado de una media tostada de la parte de abajo, sin tostar mucho, con mantequilla u otra vaina. Una de ellas sólo pedía una taza de agua caliente y de su bolso sacaba una bolsita de una infusión que era especial decía, más de alguna vez al retirar la taza se le olvidó la bolsita y pude comprobar que su marca no era otra que la más común del mercado. Otros parroquianos, jubilados en su mayoría, cogían el periódico y esperaban pacientes su café porque calibraban la medida del tiempo desde otra óptica. Aquel día el Tony por primera vez traspasaba la puerta sin importarle en absoluto la inquisición de las miradas.
Intenté buscar su mirada de ojos verdes profundos que iban de un lado para otro hasta recalar en un punto infinito sin coordenadas conocidas. Cuando aquel punto se encontraba con su mirada se partía de risa durante largo rato y no había ya posibilidad de captar su atención. Sostenía diálogos imaginarios con gestualidad corporal en donde hubiera sido posible captar el aura de un rostro esculpido en la evasión-invasión del campo sensorial. Se tomó el café con leche y recogió la decena de hojas sueltas impresas, la estampitas de Fray Leopoldo, la de la virgen de las angustias, los cachos de pan duro, los apuntes en pequeños fragmentos de papel que estaban desperdigados por la barra, pidió un cigarrito con su voz de niño, dejó el euro del café y se marchó rápido al intuir que la dueña de la cafetería ya estaba harta de su presencia y salía de la cocina con ganas de desfogar por algún lado la neurosis que tenía acumulada.
Al Toni ya lo había visto más de una vez deambulando por las calles del centro de la ciudad con sus tesoros acuestas y esa porfía innata que lo llevaba en verano a desafiar los más de 40º con una gruesa cazadora que encorvaba su cuerpo de no más de cuarenta años y su barba tupida. En el frío invierno prefería la manga corta, muy pocas veces conservó unos zapatos y lo normal era ver sus pies negros al natural; se desprendía con facilidad de todo lo accesorio que no pertenecía a su micro mundo. Por el verano siempre una mano anónima lo sacaba unos días de la circulación urbana para alimentarlo y acicalarlo, cuando volvía era otro, visualmente claro, pero aquello tampoco duraba demasiado porque a medida que avanzaba la tarde ya el Toni había perdido los zapatos, la camisa celeste reposaba en una bolsa de basura y volvía a lucir la camiseta blanca agujereada y una hilacha de género arrancado que dejaba medio culo al aire. Caminaba bastante por el centro de la ciudad pero siempre volvía al eje central que componían la calle Gran Capitán, san Juan de dios, la plaza de los lobos y sus alrededores. Era uno más de los tantos que siempre estaban en movimiento porque la rutina de la vida callejera así lo exigía La calle siempre sería tan ancha como la soledad replicaba alguno, mientras recogía los cartones del cajero automático en el que pernoctaban durante las noches de invierno. Cuando despuntaba el día había que salir a buscarse la vida.
Una mañana la dueña de la cafetería susurró con fuerza y mala follada granadina que la barra estaba llena de mierda, sin apartar su mirada de desprecio a los compañeros de ruta del Tony que estaban en otros vaivenes de la vida tomándose un café con leche o un sol y sombra. Cada uno había llegado al ancho callejón desde las extrañas bifurcaciones que siempre han estado ahí; no eran unos chavales experimentando con drogas o saciando la sed en un botellón diario, sino que los errantes de 35 a 50 años venían de alguna manera regresando del largo viaje que había producido tanto pinchazo descontrolado de heroína (caballo) en la década de los ochenta y noventa en todos los rincones de la geografía española. Otros seguro que coqueteaban con las drogas alguna noche pero su verdadero chacal estaba embotellado, siempre a la mano y con ese grado de dependencia violento que tuerce los destinos. Amaneceres de angustia en donde desde alguna acera completamente embriagado o sobrio se recuerda que alguna vez también se estuvo al otro lado de la calle, rumbo a casa en busca de una mujer e hijos que ya no son más que recuerdos. Por la mañana muchos de ellos se acercaban al ambulatorio a recibir su dosis diaria de metadona que no era otra simple droga para reducir el daño y el mono físico-psicológico sino que aquello representaba la posibilidad de dejar de ser sombras y darse una nueva oportunidad, si ya no para remendar el pasado, por lo menos, para asestar un par de buenos puntos a la realidad siempre mezquina.
Al chunguito le habían amputado el brazo derecho a la altura del codo, ¿un accidente?, exceso de pinchazos y una gangrena furiosa, todo era posible, de él se decían muchas cosas, que había tenido dos pisos en el sector y que un buen día le jugó a la vida una mala mano, la misma que ahora le faltaba. La punky María con su minifalda de cuero negro cortísima y su rostro maltratado después de tanto alcohol y callejeo también por esos días entraba por su sol y sombra a la cafetería. Ya temprano por la mañana quedaba al corriente de las peleas nocturnas que siempre se producían por una litrona de menos o por la llegada de nuevas manadas a su sector. A medio día ya estaban hechas las pases y compartían una cerveza para caminar juntos al comedor social del sector en donde se encontraban los sin techo y los punky-hipis europeos que venían vagabundeando desde la República Checa, Italia, Alemania con sus decenas de perros que también cogían parte del menú social.
El tony no era parte de ninguna manada, grupo, bloque o fracción social, él siempre iba por libre. Rara vez pedía una moneda y si estas caían las invertía en un cafelico con leche para llevar porque la tolerancia de los parroquianos había sido saturada por su presencia dentro del cristal. En seis meses una que otra vez lo vi borracho, su problema ya no era el alcohol sino que las consecuencias que este había dejado, eso, sumado a otros factores psicológicos que se desataron como un huracán por aquellos días que él solamente sabe. Con María y Ana, compañeras de trabajo por entonces, siempre estábamos deslizando alguna pregunta intencionada a la clientela histórica en búsqueda de un detalle que trazara las partes del lienzo de su vida. La pareja de la esquina que regentaba un quiosco de prensa lo recordaban muy bien, lo mismo que el dueño de la tienda de ultramarinos o la pareja del bar de tapas de dos calles más abajo. Había consenso en que había tenido una familia, una compañera e hijos, algunos decían que era lustrabotas otros que siempre vestía muy bien como comercial, lo único cierto es que tenía un oficio por entonces, una vida normalita como cualquier otra. Pero en lo que nadie coincidía era porque había llegado a la calle. A ese niño lo jodío su primo y las malas juntas! Decía con entusiasmo la señora Berta que merendaba un café con leche y un surtido de bollería. El jubilado calvo del café sólo con hielo que repasaba la prensa local a eso de las tres de la tarde, en la misma mesa de toda la vida, siempre que podía interrumpía la conversación para insistir en su teoría de que aquel no era el Tony de entonces sino que su hermano gemelo.
Recuerdo la noche en que el Tony se salvó por los pelos de una muerte o mutilación segura en su espacio público pero íntimo a la vez. Lo recuerdo bien porque aquella noche excepcionalmente una veintena de padres y madres del colegio católico La Presentación se hinchaban a cubatas mientras esperaban el autobús que de madrugada los llevaría a Madrid. Tenían una media de cuarenta años, el discurso incendiario de la gente de bien marcado por dios y por la patria y la convicción de que mañana en la capital de España se iniciaría una nueva cruzada de orden político-moral liderada por los obispos y la derecha política española reaccionaria que gritaban como desesperados que la familia al igual que la patria se rompían producto de tanto mariconeo legalizado y de tanto estatuto de autonomía.
Nosotros con anita sólo queríamos echar el cierre después de resistir a tanto disparate que emanaba de sus labios, salir de aquel callejón conservador para sumergirnos en la otra Granada. La tercera o cuarta vez que salí con la excusa de tirar la basura, un operario avanzaba con la máquina succionando todo lo que había en la acera, a diez metros una caja mediana de cartón se cruzaba en su camino. De pronto aparecieron dos operarios más que hicieron señas al conductor para que detuviera su marcha, al ver que este no tenía intenciones de parar, ambos a la vez, le dieron un fuerte puntapié a la caja pero esta no sólo se movió sino que de repente cobró vida.
Y quien iba a pensar que aquella caja de cartón que había permanecido durante toda la tarde fuera del contenedor, se transformaría en un refugio pasajero de los laberintos del Tony. Primero salió una mano sosteniendo algún recorte de prensa, furiosa se agitaba en el aire, luego incorporándose por completo y muy enfadado avanzó hacía los operarios y les gritó dejadme dormir gilipollas. Ambos se miraron incrédulos mientras observaban como el Tony volvía a coger la caja y partía calle abajo murmurando algo. Hasta el día de hoy lo veo callejear. Un poco más deteriorado es cierto, más ausente consigo mismo y pidiendo alguna moneda con más frecuencia que de costumbre. La última vez estaba echado en la plaza de las pasiegas, mirando hacía arriba de la fachada de la catedral mientras asistía al concierto de música clásica gratuito y de calidad.

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