Chile y su bipolaridad social
Hogueras de maría
Y quizás fue al comienzo de la transición a la democracia chilena (1990) cuando las plantaciones clandestinas de marihuana comenzaron a arder en la zona central y sur de Chile de manera más intensa y desbocada. Policías, jueces, políticos y periodistas asistían entonces con satisfacción valórica a las hogueras de maría, o a cualquier otro rito político- social que ayudara en la limpieza del cuerpo anémico chileno que iniciaba su frenesí democrático en la medida de lo posible. Todos ellos, llegado el momento, se colocaban en dirección contraria al viento a la espera de que algún barbón del OS-7 (policía antidroga) arrojara la antorcha a las plantas que habían sido arrancadas de raíz y rociadas con gasolina previamente. Y muy cerca de ahí, en lo alto de algún pequeño cerro o escondidos entre los pastizales, se podía ver también a muchachos en bicicleta corriendo tras las direcciones caprichosas que el viento emprendía en esa quema a campo travieso. Cuando aquel chiflón golpeaba sus rostros; inhalaban fuerte y retenían el aire, después de unos minutos de infusión caían rendidos de placer y sus cuerpos se perdían entre el pastizal. Sólo faltaba algún cura - que aterrorizaba cada domingo a los feligreses con su sermón católico contra la marihuana y los marihuaneros- para bendecir aquella escenificación de la política antidrogas que iniciaban los gobiernos de la concertación democrática y la derecha reaccionaria chilena.
Los consumidores de toda una vida; que habían resistido a las críticas desmesuradas de la izquierda revolucionaria en la época de Allende, aquellos mismos volados que mantuvieron el hábito de fumarse algún pito (porro) durante la bota militar y que pretendían seguir haciéndolo con un poco más de libertad, contemplaban aquellas hogueras por la televisión pública con preocupación y dándole una calada al último porro a buen precio que se podía conseguir en las calles del contorno urbano popular. Las nuevas masas adolescentes que comenzaban a despertar en democracia, a explorar hasta que vértices los sueños podían ser reales, no prestaron mayor atención a la guerra declarada contra la marihuana. Muchos confiaban en los productores nacionales y en el ingenio del chileno para disimular los cultivos. Pero al poco tiempo los paquetes de marihuana se hicieron excesivamente caros y pequeños. Ya no era posible comprar un par de buenos canutos preparados por unas monedas o recurrir a los circuitos de siempre en busca de esa confianza clandestina; aquella en que la transacción pasaba a ser un detalle cotidiano del callejeo barrial.
La demanda aumentaba a medida que la oferta se contraía por la ofensiva política - policial. Si bien seguía habiendo yerba, en las poblaciones del Chile post dictadura esta no era capaz de saciar la ansiedad de cientos de miles de muchachos y muchachas que se estrenaban en el reventón callejero de los noventa. Y también estaban los otros; aquellos jóvenes de la generación de los ochenta que no sólo habían puesto la ilusión, sino que el cuerpo en la lucha contra la dictadura, y ahora más que nunca tenían el corazón salpullido de muerte y desesperanza. La policía civil y carabineros que había llevado a cabo con ahínco su misión de reprimir, torturar y asesinar en la dictadura de Pinochet, se volcó con todo su esfuerzo patriótico en democracia a la detención por sospecha, a la criminalización de la juventud popular y a intensificar los controles para desmantelar el trapicheo con marihuana o con cualquier sueño libertario que intentara desbordar el proceso democrático de la histeria chilena que continua hasta hora.
Con los años la política del consenso chileno supo que ya no se necesitaba tanto plomo como antes para disciplinar a esos contornos periféricos que habían dado pelea a la dictadura y ahora sólo eran bolsones urbanos marginales. El libre mercado también soltaría en los sectores populares y en la gran clase media baja que huye de la pobreza, sus granadas de futuro incierto lleno de clasismo socio- económico. Drogas miserables que expropiaban al ser humano de su vida, también podían ser una manera eficiente de adormecer a esa gran masa juvenil marginal que estaba condenada a seguir esperando que el modelo económico de la dictadura por fin se pegara una buena corrida de oportunidades e igualdad en sus rostros demacrados.
El plomo policial se dejó para abatir a jóvenes lautaristas en un microbús cerca del Apumanque, una se guardó para la frente de Marco Ariel Antonioletti, otra para algún delincuente juvenil que levantaba las manos para entregarse y recibía un par de balazos porque algún funcionario creía ver un arma, otra para el universitario y trabajador Daniel Menco asesinado por el Teniente de Carabineros, Norman Fuentes, afuera de la Universidad de Antofagasta, otra para Claudia López y su último baile en la población La Pincoya, otro plomo impune se llevó a Alexis Lemún y Matías Catrileo en su carrera vital por recuperar las tierras mapuche del sur de Chile…
En el barrio alto de la capital y los sectores medios acomodados nunca faltó la yerba porque ahí no compraban al menudeo como en las poblaciones, había otro trato, otro mercado que no sería desabastecido pese al incremento del consumo de cocaína. Los otros y sus cordones de concreto pareado que rebosan de sueños truncados por la realidad serían inundados por drogas de baja calidad y un mercado negro cada vez más violento que reconfiguró las representaciones sociales en el colectivo nacional.
Bipolaridad social
La década de los noventa y su discurso de progreso se transformaron en un eructo de mala educación burguesa para el concreto proletario y sus habitantes juveniles cargados de desencanto a medida que se iban haciendo mayores y el futuro precario adquiría categoría de presente abrumador. Como callampas brotaban en los sectores populares los grandes centros comerciales, los hipermercados y el olor de la fritanga gringa mientras metros más adentro se decidía si pagar el recibo del agua o comprar una bombona de butano porque si no, no se podía llegar a fin de mes. Algunas familias del extrarradio juntaban monedas durante semanas para llevar a los críos a dar una vuelta al mall y saborear un helado, grupos de adolescentes a punto de terminar el colegio público, e ingresar en otra incertidumbre, observaban deslumbrados el último modelo de zapatillas Adidas que costaban un sueldo mínimo y colgaban de una vitrina luminosa al otro lado de la avenida.
Cualquier pobre descontextualizado que se compraba un televisor de pantalla plana a 48 cuotas mensuales dejó de ser pobre para la macroeconomía nacional y el progreso simbólico; los campamentos y sus pobladores que eran relocalizados en los bordes de Santiago en centenares de nichos de cemento aparecían con frecuencia en la televisión policíaca y desaparecían de la estadística oficial de pobreza porque ya tenían un techo así que el problema estaba resuelto. La democracia se acostumbró a llegar a esas fracturas sociales sólo con afiches en las campañas electorales, el resto del año eran retocados con asfalto para dejar atrás el tierral, farolas para iluminar la incipiente delincuencia juvenil y comisarías para reprimir a los hijos de la transición que se transformarían en el enemigo interno no sólo del sistema policial sino que de sus propios vecinos.
Y la frustración no sólo era económica o social, también era política-simbólica porque si bien en aquellos bordes faltaba la educación formal, sobraba la memoria visual y la intuición para saber que nuevamente los -nos- habían jodido. Lo que en un momento había extasiado los corazones pendejos, con los años se transformó en un plomo enquistado en la espalda. La llamada patria pesaba- y pesa tanto o igual- que los cabrones civiles y militares que ha parido por doquier.
Las inauguraciones de grandes centros comerciales y tiendas transnacionales de consumo se hicieron frecuentes en toda la periferia santiaguina pero por sobre todo en comunas como La florida, Maipú y Puente Alto que representa el sueño chileno de ser clase media emergente. Los descampados y sus campos de fútbol se transformaron en grandes extensiones de concreto con un césped de verde intenso desde donde emanaban palmeras tropicales y tarjetas de crédito para equilibrar los precarios presupuestos familiares.
El mall o centro comercial es en Chile la plaza pública por excelencia; el punto de integración de la extensa y desigual familia chilena eternamente atrapada en el neoliberalismo radical chileno aplicado por Pinochet desde finales de los setenta. Los barrios populares se volvieron inseguros en los noventa por hechos reales y ascendentes de delincuencia juvenil, y sobre todo, por el interés de los grandes medios de comunicación, la clase política y las fundaciones política económicas, todos ellos y muchos más que siempre se mueven en la sombra transformaron el tema de la seguridad ciudadana en el enemigo interno, desplazando temas trascendentales en el devenir chileno como son la redistribución de la riqueza que día a día aumenta, haciendo de las cifras macroeconómicas un espejismo que no se ciñe a la realidad del grueso de la población.
No hay comentarios:
Publicar un comentario