A Los detectives salvajes les encontré una tarde lluviosa reposando su ajetreado cuerpo en un estante de la biblioteca pública de Granada. Un ejemplar se hacía escaso para los estudiantes, mendigos, inmigrantes sin papeles, literatos, guiris ávidos de nueva narrativa en español que recorrían sus pasillos... los detectives salvajes siempre estaban de préstamo-viaje por la geografía andaluza de olivos, en alguna plaza silenciosa del Albayzín, o visitando un cuarto oscuro y húmedo en el centro de la ciudad donde alguien con los ojos aguachentos, de madrugada, se preguntaba en silencio como sería el desierto de Sonora y si será posible encontrar a los poetas y la poesía en fuga, o más concreto aún, si encontraría trabajo mañana. Pese a ello medité por unos minutos entre cogerlo o dejarlo para otra ocasión; después de comprender que el presupuesto apenas daba para el tabaco de liar y algún costo de mediana calidad, y que las librerías las visitaría durante mucho tiempo sólo como lector errante, lo cogí con fuerza y me sorprendí de camino a casa con una sonrisa cómplice y borrosa reflejada en un escaparate mojado.
Aquel otoño de 2003 los detectives salvajes vagaron conmigo por las calles de una ciudad aún desconocida. Vagamos como el que va en búsqueda de lo que nunca tuvo y cree haberlo extraviado quizás en una aguda borrachera emocional de algún día ya pasado, o en algún callejón, justo en el momento en que la farola de la luz ya es incapaz de delinear siquiera una sombra. Momentos muertos en que los detectives se desdoblan por alguna calle del DF mexicano en búsqueda de la literatura perdida, una búsqueda intensa en donde se va la vida y sólo permanece la estela del que un día se marchó a robustecer los puntos de fuga. Una huída transoceánica en donde la mochila se robustece de otras preguntas y derrotas, un viaje épico por las entrañas de la utopía vivida a través de la literatura a pie de calle que se desperdiga por un contorno social que no quiere poesía sino que microondas o consolas Wii. Unos detectives que indagan con sus cuerpos tan latinos pero tan universales al mismo tiempo en las fracturas de los pliegues emocionales que construyen la trasnochada identidad nacional a uno y otro lado del charco. Un viaje sin fronteras en donde los únicos papeles que valen son los que están en blanco y aún no se han escrito.
Bolaño murió a los 50 años esperando un transplante de hígado en el Hospital Vall d'Hebron de Barcelona. Se dice que hasta donde pudo siguió escribiendo y corrigiendo su última novela, quizás faltó algo, puede ser, pero lo medular de la historia, de su propia historia, está ahí, en esas 1119 páginas que conforman 2666. Bolaño nació en Chile pero no era chileno, solidificó su experiencia con la literatura en México en donde formó parte del Movimiento Infrarrealista, pero tampoco era mexicano, luego a principio de los ochenta llegó a España, pero tampoco era español. Bolaño era un exiliado eterno porque no reconocía patrias ni fronteras. A Chile volvió en septiembre de 1973 con veinte años y dispuesto a ser parte de esa utopía colectiva que ya tenía los días contados. Llegó tarde; el golpe vino tan rápido como los primeros amaneceres que logró ver en Santiago, fue detenido a las pocas semanas y expulsado. Luego de pasar una temporada en México y después de vagar por otras latitudes termina instalándose en España a principios de los ochenta.
El exilio lo entendía como vida o como actitud ante la vida. “Yo no creo en el exilio, sobre todo no creo en el exilio cuando esta palabra va junto a la palabra literatura”, decía Bolaño. Muchos exiliados que fueron sacados de una patada en el culo de sus casas, de sus vidas y sus sueños, aquellos que no querían irse de su largo país que se iba a la mierda envuelto en sangre y desolación, no pensarán igual que Bolaño es comprensible. Su militancia ante todo es literaria, errante, rebelde por que no; a Bolaño no se lo recordará nunca por sopla pollas o como un desquiciado autor que golpeaba una y otra vez puertas del delirium editorial. De alguna manera es un sobreviviente que fue capaz de escribir dos obras mayores que lograron erosionar la mediocridad de la narrativa en español, abriendo una trinchera para todos los que habían quedado en la intemperie modernista y necesitaban con urgencia un enfrentamiento bello y desgarrador con los fantasmas de la utopía personal y colectiva.
Hace un par de años en París llevaba conmigo la novela 2666, sólo me quedaba el último capítulo; la parte de Archimboldi. Aquella que entregaría más datos sobre el misterioso escritor alemán que había trastocado las vidas de cuatro jóvenes críticos literarios europeos que de pronto, desde el euro centrismo, saltaban a una realidad desconocida de crímenes de mujeres en el desierto mexicano en búsqueda del escritor cuyas huellas olían a muerte. Una de las noches que pasé junto a mi amiga Nataty me contó que hace poco tiempo había estado en Ciudad Juárez, Santa Teresa y al otro lado de la verja, en San Diego, reporteando sobre el tema y las peripecias que vivió, las cintas que pudo conseguir, me dijo con su mirada siempre sincera que después de estar ahí tenía más preguntas que respuestas. Luego saque el libro de mi mochila y se lo extendí para que lo conservara, hablamos algo de Bolaño, del exilio permanente, de los coches que ardían en la periferia parisina. A la maña siguiente me marché de París y de 2666. Hace unas semanas lo volví a comprar y lo leí de un tirón.
Los artefactos-explosivos de Bolaño no se desactivan con el término de su lectura o su interrupción pactada en silencio con el autor, sino que expanden su influencia cuando se cierra el libro y uno sin planteárselo se embarca en otra búsqueda.
Aquel otoño de 2003 los detectives salvajes vagaron conmigo por las calles de una ciudad aún desconocida. Vagamos como el que va en búsqueda de lo que nunca tuvo y cree haberlo extraviado quizás en una aguda borrachera emocional de algún día ya pasado, o en algún callejón, justo en el momento en que la farola de la luz ya es incapaz de delinear siquiera una sombra. Momentos muertos en que los detectives se desdoblan por alguna calle del DF mexicano en búsqueda de la literatura perdida, una búsqueda intensa en donde se va la vida y sólo permanece la estela del que un día se marchó a robustecer los puntos de fuga. Una huída transoceánica en donde la mochila se robustece de otras preguntas y derrotas, un viaje épico por las entrañas de la utopía vivida a través de la literatura a pie de calle que se desperdiga por un contorno social que no quiere poesía sino que microondas o consolas Wii. Unos detectives que indagan con sus cuerpos tan latinos pero tan universales al mismo tiempo en las fracturas de los pliegues emocionales que construyen la trasnochada identidad nacional a uno y otro lado del charco. Un viaje sin fronteras en donde los únicos papeles que valen son los que están en blanco y aún no se han escrito.
Bolaño murió a los 50 años esperando un transplante de hígado en el Hospital Vall d'Hebron de Barcelona. Se dice que hasta donde pudo siguió escribiendo y corrigiendo su última novela, quizás faltó algo, puede ser, pero lo medular de la historia, de su propia historia, está ahí, en esas 1119 páginas que conforman 2666. Bolaño nació en Chile pero no era chileno, solidificó su experiencia con la literatura en México en donde formó parte del Movimiento Infrarrealista, pero tampoco era mexicano, luego a principio de los ochenta llegó a España, pero tampoco era español. Bolaño era un exiliado eterno porque no reconocía patrias ni fronteras. A Chile volvió en septiembre de 1973 con veinte años y dispuesto a ser parte de esa utopía colectiva que ya tenía los días contados. Llegó tarde; el golpe vino tan rápido como los primeros amaneceres que logró ver en Santiago, fue detenido a las pocas semanas y expulsado. Luego de pasar una temporada en México y después de vagar por otras latitudes termina instalándose en España a principios de los ochenta.
El exilio lo entendía como vida o como actitud ante la vida. “Yo no creo en el exilio, sobre todo no creo en el exilio cuando esta palabra va junto a la palabra literatura”, decía Bolaño. Muchos exiliados que fueron sacados de una patada en el culo de sus casas, de sus vidas y sus sueños, aquellos que no querían irse de su largo país que se iba a la mierda envuelto en sangre y desolación, no pensarán igual que Bolaño es comprensible. Su militancia ante todo es literaria, errante, rebelde por que no; a Bolaño no se lo recordará nunca por sopla pollas o como un desquiciado autor que golpeaba una y otra vez puertas del delirium editorial. De alguna manera es un sobreviviente que fue capaz de escribir dos obras mayores que lograron erosionar la mediocridad de la narrativa en español, abriendo una trinchera para todos los que habían quedado en la intemperie modernista y necesitaban con urgencia un enfrentamiento bello y desgarrador con los fantasmas de la utopía personal y colectiva.
Hace un par de años en París llevaba conmigo la novela 2666, sólo me quedaba el último capítulo; la parte de Archimboldi. Aquella que entregaría más datos sobre el misterioso escritor alemán que había trastocado las vidas de cuatro jóvenes críticos literarios europeos que de pronto, desde el euro centrismo, saltaban a una realidad desconocida de crímenes de mujeres en el desierto mexicano en búsqueda del escritor cuyas huellas olían a muerte. Una de las noches que pasé junto a mi amiga Nataty me contó que hace poco tiempo había estado en Ciudad Juárez, Santa Teresa y al otro lado de la verja, en San Diego, reporteando sobre el tema y las peripecias que vivió, las cintas que pudo conseguir, me dijo con su mirada siempre sincera que después de estar ahí tenía más preguntas que respuestas. Luego saque el libro de mi mochila y se lo extendí para que lo conservara, hablamos algo de Bolaño, del exilio permanente, de los coches que ardían en la periferia parisina. A la maña siguiente me marché de París y de 2666. Hace unas semanas lo volví a comprar y lo leí de un tirón.
Los artefactos-explosivos de Bolaño no se desactivan con el término de su lectura o su interrupción pactada en silencio con el autor, sino que expanden su influencia cuando se cierra el libro y uno sin planteárselo se embarca en otra búsqueda.
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