La última vez que el artesano vio a tarzán; este aún dormía a pata suelta dentro de la furgoneta. Antes de cerrar la puerta pensó en despertar al perro para que bajara a mear y estirara sus cortas patas. Pero no lo hizo y se encaminó junto a su hijo hacía un bar cercano para desayunar.
Era un quiltro normal que con su pelaje discreto se movía con desplante y seguridad allá por donde iba. Por la noche esquivaba con maestría a los cuerpos embriagados que transitaban por todos los recovecos de la calle Elvira en busca de otra copa o de un kebab para estabilizar la marcha. No era un perro callejero, pero tampoco tenía un domicilio fijo porque lo suyo era siempre estar de paso. Tarzán, el perro, era parte de la gran caravana multicultural de artesanos- y devenidos en esto- que se moviliza por España y Europa siguiendo el itinerario de fiestas, festivales, ferias, mercadillos.
Su cuerpo más que menudo sabía reconocer a la distancia el peligro. Durante meses fui testigo de como Tarzán se sincronizaba con el artesano y su familia a la hora de huir de la Policía Local que se desplegaba de improviso para requisar la mercadería; si te cogen el riesgo de que te pidan la documentación es alta. El perro era el último que emprendía la retirada, esperaba a que llegara la policía y a medida que estos avanzaban sus ladridos y movimientos histéricos crecían. Yo por entonces trabajaba en un bar que tenía un gran ventanal por donde se dispensaba cantidades enormes de cervezas y tapas, un maldito lugar que estaba marcado en todos los mapas para estudiantes Erasmus y guiris en general. El artesano chileno, su hijo y la chica vasca, cuando no estaban de viaje, pasaban una temporada en Granada; después de meses de observar a Tarzán supe que una cosa es la reacción lógica de un perro que ve amenazado a su amo y en concordancia actúa, y otra muy diferente, la locura bella del quiltro que siempre asumía por sí mismo la misión de contención ante el peligro. Más de un puntapié policial se comió en silencio para luego de unos minutos de rutina canina, salir pitando calles abajo en busca de su familia. Siempre era el primero en volver al lugar donde la porfía humana y animal era una sola a la hora de sobrevivir.
Después de volver de desayunar del bar italiano, el artesano y su hijo no sólo se dieron cuenta de que les habían mangado la furgo, su casa, su trabajo y todos los retazos simbólicos de su vida, sino que también los cabrones se habían llevado al perro. Aquello pasó hace una semana en un barrio de Roma, desde entonces todos los que conocimos al perro errante nos preguntamos dove cazzo stara tarzán?
Era un quiltro normal que con su pelaje discreto se movía con desplante y seguridad allá por donde iba. Por la noche esquivaba con maestría a los cuerpos embriagados que transitaban por todos los recovecos de la calle Elvira en busca de otra copa o de un kebab para estabilizar la marcha. No era un perro callejero, pero tampoco tenía un domicilio fijo porque lo suyo era siempre estar de paso. Tarzán, el perro, era parte de la gran caravana multicultural de artesanos- y devenidos en esto- que se moviliza por España y Europa siguiendo el itinerario de fiestas, festivales, ferias, mercadillos.
Su cuerpo más que menudo sabía reconocer a la distancia el peligro. Durante meses fui testigo de como Tarzán se sincronizaba con el artesano y su familia a la hora de huir de la Policía Local que se desplegaba de improviso para requisar la mercadería; si te cogen el riesgo de que te pidan la documentación es alta. El perro era el último que emprendía la retirada, esperaba a que llegara la policía y a medida que estos avanzaban sus ladridos y movimientos histéricos crecían. Yo por entonces trabajaba en un bar que tenía un gran ventanal por donde se dispensaba cantidades enormes de cervezas y tapas, un maldito lugar que estaba marcado en todos los mapas para estudiantes Erasmus y guiris en general. El artesano chileno, su hijo y la chica vasca, cuando no estaban de viaje, pasaban una temporada en Granada; después de meses de observar a Tarzán supe que una cosa es la reacción lógica de un perro que ve amenazado a su amo y en concordancia actúa, y otra muy diferente, la locura bella del quiltro que siempre asumía por sí mismo la misión de contención ante el peligro. Más de un puntapié policial se comió en silencio para luego de unos minutos de rutina canina, salir pitando calles abajo en busca de su familia. Siempre era el primero en volver al lugar donde la porfía humana y animal era una sola a la hora de sobrevivir.
Después de volver de desayunar del bar italiano, el artesano y su hijo no sólo se dieron cuenta de que les habían mangado la furgo, su casa, su trabajo y todos los retazos simbólicos de su vida, sino que también los cabrones se habían llevado al perro. Aquello pasó hace una semana en un barrio de Roma, desde entonces todos los que conocimos al perro errante nos preguntamos dove cazzo stara tarzán?