febrero 27, 2009

QUILTRO MAYOR


Aquellas mechas al aire que su gorro de lana ya no puede cubrir, siempre ondean seguras mientras se mueve por entre los coches con la mano derecha empujando el carro de supermercado y la izquierda revoloteando en el aire para señalizar la vía que debe seguir la caravana de quiltros* a su alrededor. Sus ojos claros están flanqueados por una barba trigueña espesa que resalta aquellos pliegues del tiempo esculpidos en los pómulos. La cazadora negra a medio caer, y colocándose en medio de la calle con su carro para parar el tráfico, y así, hacer del cruce de los canes, algo más seguro en aquellos contornos periféricos acostumbrados a ver sus siluetas adosadas al pavimento o pudriéndose y a punto de reventar, al costado de las grandes avenidas.
Siempre mueren de noche o por la mañana temprano cuando aún no han despertado del todo. Las gomas de caucho frenando en el asfalto; golpe seco, aullidos a la distancia que se van apagando hasta desaparecer, otro cuerpo callejero transformado en charqui tras intentar cartografiar la ciudad hostil que lo parió una noche de invierno agudo al alero de algún basurero o matorral olvidado. Culebrean la ciudad con total independencia. Son capaces de extraviar el rumbo por algún polvo improvisado a las afueras de un colegio perdido de primaria, o realizar, cada día, durante largos meses, la rutina del mínimo esfuerzo. Hasta que un día lo dejan todo, se alejan del vagabundeo solitario para incorporarse a la manada heterogénea y de medio pelo que trajina los contornos de la ciudad tras la silueta del flaco de los ojos claros.
Los vínculos de aquel pastor urbano y su rebaño de quiltros se afianzan tras el itinerario diario que se han trazado para sobrevivir. A media mañana está en el paradero 13 de Vicuña, en Serafín Zamora, recostado en la muralla del antiguo cuartel de Investigaciones con una hilera de perros disfrutando aquellos rayos del sol que a veces logran colarse por la espesa capa de humo que envuelve el invierno de Santiago de Chile. Todos duermen sobre alguna frazada roñosa o vieja prenda de vestir, se revuelcan en la calzada con una soltura que da envidia, estiran sus extremidades hasta envolver sus colas demacradas, emborrachados de pereza tierna, se saben a salvo con la figura del flaco a su lado. Su compañero de viaje, jamás su dueño. Y mientras ellos duermen, el flaco se enfrasca en una tras otra conversación con la gente que a esa hora se mueve por aquella calle de locales comerciales que desembocan en la estación Bellavista del Metro. Sensibiliza a quien este dispuesto a escuchar sobre la manutención de los perros, qué si alguien quiere ayudar, que lo haga, pero que sepan que todo es para ellos. Lo deja claro para que el rictus chileno no comience su desvarío psíquico mientras en sus brazos se acurruca un cachorro blanco que aún no abre los ojos. Y así va consiguiendo medicinas para el perro enfermo que no se mueve del carro, leche para los más pequeños y algo de abrigo para pasar el invierno, de vez en cuando alguna mano generosa deja caer algún billete que se transforma en huesos carnudos para los perros y una buena empanada para él.
Durante la tarde callejean de un lado a otro y luego se apilan en un pequeño jardín a las afueras de la Municipalidad de La Florida que el hombre ha ido cercando con algunas rejas para que los canes descansen con seguridad mientras él se ausenta por unos minutos. Y si fuera por él no los encerraría –ni siquiera un minuto- pero no le queda otra posibilidad si aquellos animales siempre quieren estar a su lado y desconocen que su figura no agrada a muchos transeúntes que caminan frenéticos hacía el Mall comercial para gastarse la mitad del sueldo en unas zapatillas Nike para el crío que tanto las necesita, o quizás, si no fuera por esa maldita camioneta blanca de sanidad que trajina las calles en búsqueda de los famélicos vagabundos. El flaco sabe que los contornos han cambiado, que para muchos floridanos de la eterna escalada social su figura maltrecha y los perros no deberían estar en el centro de la actividad comercial, que en la última década, ha permitido a los vecinos, ya no tener que viajar al centro, para consumir con distinción.
Cuando cae la noche abandona el territorio comercial para refugiarse en el pequeño descampado de calles más abajo. Siempre está en movimiento, buscando refugios, intentando torcerle la muñeca a la mano canalla que junta firmas para su expulsión porque su estampa y la de los cuadrúpedos devalúan las casas de ladrillo pareadas. Y mientras el flaco sueña entre los cartones con la posibilidad de un pequeño terreno para él y los suyos, algún buen vecino arroja un pan con vidrio molido a los perros. Aquellos quejidos del perro envenenado lo despiertan de madrugada, lo devuelven a la triste realidad del asesinato impune de la ciudad mientras corre desesperado por un poco de leche para contrarrestar el efecto de aquel bocado, que ya para entonces, ha hecho mierda el interior del animal, del flaco y de la manada que rompe el silencio y comienza a aullar.
Algunas luces se prenden en el vecindario, sombras mirando por las ventanas del salón, no se molestan en salir a la calle, sólo les basta con ver la escena del flaco agarrando entre sus brazos al quiltro inerte bajo la farola amarilla para volver a dormir.
Yo no sería nadie sin ellos. Estaba a un metro de distancia, sus ojos claros en línea recta quedaban un poco más abajo que los míos. Lo dijo con total honestidad
–siempre mirándome- mientras volvía al mostrador por sus bolsas con suficiente comida para su manada que lo esperaba fuera del local a granel. Cruzamos algunas palabras sobre la manada, la vida, deslizó la idea de que nunca había pasado por un programa de abstinencia, ni regalado su pena a las células mormonas y evangélicas que se extienden como callampas por los barrios populares del Santiago de Chile modestamente hipócrita. Yo sólo los necesito a ellos. Desde que estoy con ellos- extendió su mano en dirección a la manada con un gesto suave, que convocaba atención- ya no tomo, dejé el alcohol por ellos, estos perros ahora son mi vida.
Conocía la calle y sus vericuetos, se había entregado a ella desde aquella noche en que cerró la puerta de su casa sabiendo que no regresaría jamás. Unas buenas noches que se hicieron eternas para los que se quedaban adentro y para él, que se encaminaba a los callejones de la vida con lo puesto. Pero su figura, sus retazos de felicidad y sus hilachas de penas privadas desbordarían los tajamares de una sociedad construida en la hipocresía.
Ya no más espacios públicos ni privados para el que ha osado podar ilegalmente el árbol genealógico de la normalidad, parecieran recordarle los gélidos despertares del invierno mientras se revuelve en los cartones, y los perros, se arremolinan en aquel cuerpo de quiltro mayor.

* 1. m. Bol. y Chile. Perro y, en particular, el que no es de raza.

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