julio 03, 2013

Primeras impresiones

Un mes y aún es imposible contemplar la cordillera de los andes desde un piso 17 en el centro de Santiago de Chile. No tan lejos, se distinguen algunos flecos del cerro san Cristóbal coronado por la blanca virgen pero es imposible ir más allá porque una gruesa capa de smog obstaculiza la mirada. Los contornos de metal de las decenas de grúas que levantan otra burbuja inmobiliaria al otro lado del charco también se disipan en una urbe que pareciera no tener fin. Abajo, digamos, en el transitar cotidiano, el excesivo parque automotriz que no para de crecer colapsa las avenidas por donde un día –según el último discurso de Salvador Allende a punto de cumplir 40 años- entraría el hombre y mujer nuevo para cambiar el curso de la pesada historia patria. En las entrañas de la ciudad cientos de miles de trabajadores luchan por coger un vagón sobrecargado del metro, el mismo, que desde años, tiene colgado el cartel de hora punta todo el día. En ese abrir y cerrar de puertas, con empujones, codazos, malas miradas, verborrea oral y escasa solidaridad, se resume el transitar de un país construido en los bordes de la bipolaridad social a través de un neoliberalismo furioso. Los viandantes con su vestir, que ondula entre el negro y el gris, avanzan raudos por las aceras rumbo a sus centros de trabajo; algunos cogen un café sobrevalorado en el Starbucks más cercano, otros prefieren al aroma clásico del Café Haití, los interminables cafés con piernas que a eso de las nueve de la mañana ya están a rebosar siguen teniendo su público cautivo, sin embargo, la mayoría se conforma con un nescafé aguado al lado del carro de sopaipillas callejero para matar el tiempo mientras se espera por un autobús urbano del Transantiago que intenta comunicar un imposible, a estas alturas de la fractura social chilena. Mientras tanto, los estudiantes secundarios y universitarios se echan nuevamente a la calle en un carnaval multicolor, con las mochilas cargadas de sueños, y definitivamente, sin miedo en la larga batalla por la recuperación de una educación pública, gratuita y de calidad. Avanzan a paso firme dejando atrás los viejos quioscos de prensa que esbozan cuatro portadas paupérrimas en las que se intenta resumir el acontecer nacional e internacional a través del duopolio periodístico que después de décadas sigue traduciéndose entre El Mercurio y Copesa, o la extrema derecha y una derecha autodenominada liberal sin sustento profesional. Por su parte, la televisión chilena desde hace décadas que subsiste en un estado de coma programático en donde se intoxica a la población desde la mañana temprano con matinales banales, informaciones de crónica roja, excesivo fútbol y siempre largos minutos sobre el último video de youtube. Sus periodistas despachan in situ sobre la violencia callejera pero jamás escarban en la desigualdad endémica de la sociedad chilena porque en el fondo son otro consumidor chileno más que solo cuida su puesto de trabajo. Aquí cada uno cumple su rol y estos están repartidos mayoritariamente desde la cuna desde donde se nace o desde el puesto de trabajo que se coge.