febrero 17, 2009
Rayitas de invierno
La primera siempre entra como un huracán desbocado; carente de sentido, haciéndose camino al andar. Entonces se anestesia la garganta, la lengua palidece y nuestros labios secos esperan a que alguien se los coma a besos para calmar la eterna sequía de ese algo más que buscamos desde algún día prematuro. Y ahí nos vamos, sin controladores de billetes que pregunten por el destino final del viaje o por la estación de arribo, esta es una búsqueda- huída en donde el billete del viaje continuamente permanece abierto; como los caminos de la vida que brotan a medida que la noche avanza y los trasiegos hacia el baño se multiplican. El tiempo se desborda en un minuto y la peña de amigos se abre paso por el garito a reventar para poder llegar al punto donde consumar otro ritual enderezado de afectos, palabras y polvo blanco que ahora cae en forma de nieve tras el cristal de la habitación, esta noche de invierno andaluz. De la calidad de la substancia siempre dependerá el ritmo de la fuga corporativa. Entonces el baño se multiplica de cuerpos mixtos, en donde creemos ponemos al día de la vida después de meses sin vernos mientras alguien se dedica a la labor de ir señalizando la vía de evacuación con una tarjeta y el clásico rulo que siempre termina perdiéndose en el trajín de la noche.
Recuerdo que tenía 17 años, una mochila demasiado cargada y el corazón fracturado por el primer largo amor que te abandonaba en alguna vía de servicio de la carretera de la vida. Luego vendrían otros, pero ninguno dolería como aquel, sobre todo, por ese primer encuentro frío y dramático con el palidecer del desamor. Crucé la frontera de Chile a Bolivia con una autorización notarial por ser menor de edad, escaso de dinero y convencido de que esta vez abandonaría el destartalado tren en Uyuni y torcería desde el altiplano hacia el oriente boliviano. Aquello fue descubrir el placer de viajar solo y no dejar de hacerlo, de improvisar siempre en el camino, y de aprender a reconocer a los compañeros de ruta que surgen y probablemente no verás nunca más. Mi primer viaje iniciático por la Bolivia profunda fuera de las comodidades de las casas y el status de los familiares que se asentaban en La Paz y que visitaba de vez en cuando. Aquel fue el primer palpito consciente de que los marginados y excluidos de rostros indígenas darían la vuelta algún día a la tortilla política en la que ellos siempre serían el relleno. Drogas alucinógenas y tratadas químicamente también aparecerían en el viaje, abriendo otro abanico de posibilidades para la interpretación de una realidad que era tanto o más dolorosa que el primer espasmo en la barriga tras sorber la dosis del cactus san pedro que un par de chicas argentinas venían preparando con dedicación desde Potosí.
La primera rayita de cocaína que me metí en la vida fue en Santa Cruz de la Sierra, era el año 93 y aquello era una ciudad en ebullición económica en donde por sus calles no había más espacio para tanto todo terreno de cuatro puertas que inundaban los primeros anillos de la ciudad en donde residía la beatifule people. Del cuarto anillo hacía afuera la pobreza urbana y las villas miserias de la masa indígena que había migrado del campo a la ciudad, para no morir de hambre, salían a trabajar a la ciudad y luego volvían a su espacio territorial en que los tenía confinados la clase política boliviana que por esos mismos días no paraba de firmar leyes de capitalización que profundizaban las desigualdades. Llegaría un momento en donde ya no quedaba nada más tangible que vender, si acaso, una ilusión neoliberal que esta vez no alcanzó a privatizar los sueños de un pueblo que tímidamente comenzaba a despertar.
Los clásicos carretes de fotografía reemplazaban por entonces a las bolsitas de plástico en las noches cruceñas. No se vendía a granel sino que por carrete pero no eran más de 20 dólares y nosotros muchos así que el saldo siempre resultó positivo. Cocaína de alta pureza y bien cortada en donde la amargura entrando por la garganta era un placer sensorial que pocas veces más he vuelto a sentir; el colocón era fuerte y sostenido con la segunda raya trazada con mesura. Nada de ansiedad desbocada a por otra línea tras veinte minutos de ingesta, era coca recién elaborada en los grandes laboratorios que estaban en el Chapare donde se libraba un largo conflicto de baja intensidad (CBI) contra los campesinos que cultivaban la hoja de coca, mientras en Santa Cruz se cerraban los grandes acuerdos de exportación de cocaína boliviana al mercado mundial. No era casual la abundancia de dólares frescos en la ciudad ni esa opulencia estéticamente narco latina que se veía y respiraba en ciertos lugares de la ciudad, por entonces nadie hablaba de autonomía y si mucho de las playas y centros comerciales de Miami.
Hoy las rayitas recortadas de cocaína están de moda en Europa pero por sobre todo en España que tiene el consumo más alto de la Unión Europea. Llegó para quedarse tímidamente a principios de la década de los ochenta, en los inicios de la transición española. Después de tanta dictadura militar, moral y católica muchos se entregaron a la labor de colocarle un poco de libertad personal a tanto cambio político que se venía dando. La estela destructiva del consumo sostenido de heroína arrasó multitud de barrios y condenó a muchos a la exclusión social del silencio, otros coqueteaban con la cocaína de forma esporádica, pero la mayoría se decantó por el cannabis y el hachís. La cocaína se masificó a finales de los noventa y desde entonces su precio se mueve entre los 50 o 60 euros el gramo, de la calidad del primer corte ya no queda mucho y abunda la que los narcos de medio pelo amplifican con anfetaminas y su familia parental. Cada vez más chavales consumen con desenfreno entrando en un espiral destructivo que siempre tendrá la misma fachada lúgubre a uno y otro lado del charco. Viejos recuerdos en un nuevo escenario de amigos que se van diluyendo, ya no en un ritual, sino que un monólogo insostenible en que esta controla todos los espacios de la vida.
La estela del consumo de cocaína con carácter sostenido y a grandes dosis avanza por la pendiente transformando muchos carnavales en procesiones del abismo sin retorno. Otros la siguen administrando con pausa hasta que surge la ocasión de compartirla en una larga conversación entre amigos a media tarde o en una larga noche de marcha fortuita. En tiempos de profunda crisis económica dicen que la gente comenzará a drogarse más para evadir la realidad precaria que se presenta en el horizonte mediato. Que saldrán en masa algún día cercano rumbo al polígono de la zona norte y sus barrios donde se concentra el trapicheo con cocaína, para arrebatarles a los gitanos e inmigrantes la mercadería que venden y se jala en todos los rincones de la España diversa. Seguramente más rayitas de cocaína se dejarán caer este invierno- por semanas eternamente gris- pero eso será todo, lo demás es exagerar porque si esa máxime fuera cierta, más de la mitad del mundo que nace, vive y muere en eterna crisis económica estaría en un eterno colocón histórico.
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