febrero 09, 2009

PÁJARO CHUCAO


Apareció una tarde de invierno. Sus bototos estaban cubiertos de barro seco y una cazadora negra le caía hasta la cintura, dentro, un grueso chaleco artesanal y en la espalda una mochila donde llevaba atada una pequeña hacha de la cual sobresalía el mango. Nosotros estábamos a media reunión, a medio camino entre la política y la literatura, la vida y sus sin sentidos, siempre a medio camino, pero con la certeza exquisita de seguir estando de pie después de la estampida social que había provocado el inicio de la transición a la democracia chilena en 1990. La cita de los sábados a las cuatro de la tarde para preparar los números siempre atrasados de la revista o alguna actividad sacudida por el infortunio, era una finta colectiva al barranco de la década de los noventa que ya casi terminaba.
Nos saludó y buscó sitio en la alfombra del salón, abrió la mochila y sacó una bolsa plástica con premura, tenía una prisa veloz por saber si lo que llevaba en aquella bolsa aún estaba intacto. Había bajado la vista pero seguía hablando sobre el sonido de las aguas del río Bío-Bío al nacer en la alta cordillera Pehuenche del sur de Chile, de los amaneceres con el cantar del pájaro Chucao, de los piñones de las ñañas y del ruido que producían las retroexcavadoras que avanzaban río arriba y pronto llegarían a Ralco Lepoy; el punto neurálgico de la resistencia contra la Central Hidroeléctrica Ralco que levantaba Endesa España. Por fin de la bolsa sacó unos géneros envueltos; eran tres títeres con la cabeza de madera, de un momento a otro comenzó una función que hizo resplandecer la habitación mientras afuera el cielo cubierto de Santiago decidía si llover a discreción o lanzar su furia clásica de invierno.
La primera vez que llegó a Ralco supo que se quedaría. Volvió a Santiago, cogió sus cosas y se fue. Atrás quedaba el largo callejear por el asfalto sur de la capital, la cesantía precoz que se lleva lo mejor de uno, los amigos del barrio que se niegan a desaparecer y los que emergen, los puntos de fuga que se había construido, las pequeñas certezas. Para los Pehuenches del alto Bío-Bío era otro voluntario más en la lucha por conservar sus tierras y el entorno de sus parajes naturales, se las arregló para sobrevivir durante meses a la intemperie o en algún fogón de los peñis y ñañas de las comunidades, trabajaba la tierra, adquirió responsabilidades y por sobre todo, lo más importante, aprendió a escuchar, a medir los tiempos, dejó que su cuerpo y mente fueran esculpidos nuevamente por la vida, pero esta vez dejó atrás las bofetadas de los callejones de la ciudad y se entregó al sonido del viento y las aguas, a las manos de los hombres y mujeres de la tierra y a sus sueños que estaban colmados de hombres de un solo corazón.
El conflicto de Ralco llevaba ya casi una década pero su resonancia en la opinión pública de la capital era baja, la respuesta colectiva estaba acotada a los múltiples grupos de izquierda o de carácter anarquista, a ONG, ecologistas, marginales activos, desencantados haciendo algo e indígenas urbanos que desfilaban por las calles de la capital con orgullo, mientras danzaban con los pies descalzos, y la trutruca se quejaba no ya de dolor y esperanza, sino que de alegría y autodeterminación. Las cárceles del sur de Chile se fueron llenando de presos políticos mapuches acusados de terrorismo tras una y otra vez intentar recuperar sus tierras ancestrales que les había arrebatado el estado y ahora estaban en manos de las grandes empresas forestales. La policía se acostumbró a allanar las comunidades en la madrugada; golpeando a mujeres y niños se deslizaban por los rincones de las pequeñas casas mientras insultaban a las familias pehuenches, mapuches y pobres, porque en el racismo nacional hasta el más miserable es capaz de poner a los mapuches y los inmigrantes bolivianos, peruanos y ecuatorianos como el peldaño más bajo de la escala social por sentido común.
En los cuarteles de la Policía de Investigaciones y Carabineros se volvió a torturar con soltura luego del consenso alcanzado sobre el tema indígena por el gobierno, la clase política, el empresariado pinochetista y sus medios de comunicación. Cientos de efectivos policiales, tanquetas, equipos de investigación policial expertos en subversión, planes sociales de emergencia para atender a la multitud indígena que desde la llegada de Colón ha transitado siempre en el vagón de lejanías, por esa piel, no, por esa carga frustrada del mestizaje chileno que quizás por un pelín pudo ser blanca, blanca y luminosa como las piernas de los gringos que suben al cerro San Cristóbal con sus bermudas beige una tarde de domingo para contemplar desde la altura el gris Santiago.
Los gobiernos de la concertación- de la esperanza democrática que devino en depresión- se limpiaban el culo con la Ley Indígena que protegía las tierras de los Pehuenches de Ralco. En los momentos más álgidos del conflicto los abogados del ministerio del Interior, los de las reparticiones económicas del gobierno y los abogados de Endesa España trabajaban juntos para buscar algún resquicio infame que permitiera seguir construyendo Ralco. Luego desde la sala de prensa de La Moneda algún dinosaurio de la palabra ilusa intentaba explicar al país porque una simple normativa de la Ley Eléctrica podía valer más que la Ley Indígena que tenía un rango superior, o lo que es lo mismo, porque un tubo de pvc con cables o un empalme eléctrico tenía más valor que un puñado de hombres y mujeres que llevaban en esa tierra una eternidad.
Los enfrentamientos con la policía se multiplicaron en las comunidades mapuches y en el Alto Bío-Bío, las carreteras del sur se cortaban intermitentemente, los jóvenes mapuches transformaron los albergues universitarios en puntos de resistencia y creación, ardían camiones forestales, fincas de algún oligarca chileno, se saboteaban actos oficiales y se tomaba alguna intendencia del sur. En uno de esos actos el pájaro Chucao descendió en bolas desde la azotea de la intendencia de la octava región desplegando un gran cartel que decía ¡ni por un puñado de oro, Ralco no se vende!, algunos canales captaron el momento en que descendía por una cuerda leyendo una declaración, tenía la cara pintada de negro y una cartuchera de enormes piñones cruzaban su pecho. Su activismo político era tan amplio como los bordes de hormigón que construían la represa de Ralco, a principios de 2000. Después de pasar por todas las aristas de la militancia, por todos los bordes de buenas intenciones pero aún hoy plagadas de mezquindades, su rostro seguía siendo el de aquel niño pleno, pese a ello, un halo de preocupación comenzaba a nublar aquella sonrisa.
La cordillera del alto Bío- Bío, los Pehuenches, el fogón de doña Berta, el cementerio indígena lleno de colores a un lado del camino, el sonido del agua que baja acariciando los bordes de la roca, su nueva vida llena de tierra, poesía y felicidad estaban a punto de extinguirse. De estallar en mil pedazos a medida que en los tribunales se acorralaba a las últimas siete familias pehuenches para que permutaran de una vez sus tierras.
Una tarde llegó a mi casa con el rostro pálido. Me pidió que revisara un artículo en Internet sobre la quema de unos camiones en Ralco. En aquel centenar de líneas se resumía la investigación de la quema de camiones, mencionaban tres nombres y uno era el suyo, había datos sobre algunas de sus actividades y lugar de origen, datos filtrados por inteligencia de carabineros a la prensa de derecha para construir perfiles del nuevo enemigo interno. Después de unos minutos llegamos a la conclusión de que había que recabar más antecedentes sobre la situación, asesorarse por algún abogado de confianza, agotar los cartuchos y luego él debería tomar una decisión. Las malas noticias se agolpaban; habían detenido a los peñis más cercanos, registraron la ruca que había construido en Ralco, un testigo sin nombre y rostro aseguraba haberlo visto arrancando por los bosques minutos después de ver a dos camiones con maquinaria pesada ardiendo en el camino de Ralco. La policía civil visitaba la casa de sus padres en Santiago para dejar citaciones judiciales que se iban acumulando.
Durante largas semanas no se supo nada de él. No había que buscarlo sino dejar que él te encontrara o enviara señales que iban de chasqui en chasqui hasta dar contigo, en aquella posta de la información siempre se extraviaba algo o se agregaban nuevos episodios al relato original pero aquello era un detalle, una insignificancia al lado de saber que el pájaro Chucao seguía revoloteando en libertad. Imagino aquellas semanas de espera y siempre se me antojan alegres pero con una nostalgia en alza, por alguna razón sé que ha estado en alguna urbe, lo veo sentado cerca de alguna ventana que da al patio, está sereno, se fuma algún porro para bajar la ansiedad mientras contempla por la ventana las hojas de un sauce seco. Entonces vuela a la distancia para abrazar los pliegues del Alto Bío- Bío que sacó lo mejor de sí, revolotea los predios de las ñañas Quintreman por última vez, hacia el fondo la cordillera aparece más alta y tiene los picos nevados mientras kilómetros más abajo las barracas de los obreros a sub contrata que construyen la represa están plagadas de antenas de televisión satelital. Así es Ralco peñi- parece decirle el viento que golpea sus mejillas a media altura mientras sus lágrimas se cristalizan en la soledad del frío invierno.
Hasta que por fin un día llegó la noticia de que había volado lejos para eludir la injusticia del estado de derecho chileno que quería recortar sus alas. Él no estuvo dispuesto a correr el riesgo de un juicio negociado tras bambalinas, no habían pruebas pero aquello es un detalle cuando se juzga a algún mapuche o Pehuenche, y en este caso era peor, el juzgado era un santiaguino devenido en peñi, en fin, un extremista agitador que ponía en peligro a la joven pero ya tan desgastada democracia chilena. Hizo bien al irse, sus movimientos estaban condicionados; no podía moverse con libertad a ninguna función de títeres en las comunidades, ni siquiera ver a toda la gente que quería, o estar en algún acto público. Aquel gesto fue quizás su poema más maduro, la vida sigue, los presos políticos mapuches y los de siempre, todos ellos, no necesitan a los cuerpos rebeldes compartiendo la celda, así que sí se podía volar por un tiempo había que hacerlo, por respeto y consecuencia, porque el valle de la dignidad está lleno de muertos, memoria y sueños aún por realizar.

Nota al pie de página
La represa Ralco de Endesa España se inauguró el año 2004, desde entonces el río Bío-Bío baja más silencioso que nunca y lejos de los oídos de todos los peñis y ñañas que resistieron hasta donde pudieron. Hoy en el sur de Chile recrudece el conflicto de baja intensidad que se cierne sobre las comunidades Mapuche en su lucha por recuperar sus tierras arrebatadas por el estado chileno y sus socios privados. Hoy en Chile existen más de un centenar de presos políticos mapuches acusados por testigos sin rostro que una y otra vez utiliza la fiscalía de la vergüenza que confunde resistencia con terrorismo. Jóvenes comuneros muertos, tortura sistemática, persecución y allanamientos, represión policial con balas de plomo y todo bajo un manto racista que cubre de buena salud a un país de ficción democrática.

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