(Santiago de Chile, domingo 7 de septiembre de 1986, atentado a Pinochet)
Primera parte
Nuestros padres de la infancia ochentona se han vuelto a levantar temprano para comprar El Mercurio y sus ofertas laborales. Llegan a casa con el diario bajo el brazo, pan, algo de mortadela para el desayuno y envueltos en una notoria ansiedad que no parará hasta la noche, hasta el momento en que se sienten en el comedor con un bolígrafo en la mano para marcar las escasas ofertas laborales que se presentan en el horizonte mediato. Los que han logrado romper el cerco de la cesantía crónica sufren los estragos del boom económico a través de la UF y los sueldos de hambre que sólo sirven para mitigar la vida y las deudas con el banco que no deja de remitir avisos de cobranza, embargo y remate del sueño efímero de la casa propia.
Sólo los volantines surcando los cielos populares han iluminado este domingo de septiembre que para media tarde aún es comúnmente normal. Almuerzos familiares a la chilena; carnaval de alegrías y derrotas en el brindis del tinto en los pequeños patios interiores, algunas risas y bostezos de cansancio ante la pesadilla eterna de la dictadura militar. Afuera, los críos nacidos bajo la bota milica, correteamos coligüe en mano en la búsqueda de algún papalote a la deriva o improvisamos una pichanga a media calle. De vez en cuando se interrumpen los juegos para ir en ayuda de los borrachos de toda una infancia que salen del semi clandestino los cufifos y caen abatidos a media calle producto de una borrachera de alcohol y tristeza.
Es el domingo 7 de septiembre de 1986. En algunas casas del pasaje ya han instalado la bandera chilena en los mástiles pintados de blanco que luego han encajado en una esquina del techo. La calle, la vida y la infancia están llenas de símbolos que uno va almacenando en la aún pequeña despensa de la memoria. Gestos como el de la bandera saludando a la patria milica y no ultrajada por estos, o el de tres monedas de 100 pesos que uno ha visto en la mesita de centro para que la madre invente un almuerzo familiar. O la imagen de los pacos arriba de las tanquetas dirigiendo la represión desde su púlpito; algún gol de Caszely, los primeros besos, la cortina musical de la radio Cooperativa anunciando quizás otra tragedia. Los pinochetistas del barrio y los que están en vías de serlo no devuelven la pelota, y si lo hacen, entierran un cuchillo en el balón antes de lanzarlo hacía afuera. Aquella es su manera de saldar cuentas con la chiquillada popular, con los apagones, con el insomnio que les provocan las ráfagas de su adorada disciplina que a veces sólo amainan al amanecer.
Otros se han endeudado hasta el culo con la financiera Atlas para poder comprarse un coche con el cual ir a la iglesia, al supermercado y así poder llevar a la familia a visitar a la parentela que vive al otro lado de la ciudad. Y no importa que el coche con los asientos aún envueltos en plástico se utilice sólo el fin de semana porque no alcanza el dinero para la bencina, aquellos hombres de mediana edad son felices al contemplar el fetiche comercial cada vez que vuelven del trabajo y lo ven ahí tan brillantemente estacionado en el ante jardín de su casa pareada con sus rojos ladrillos princesa. El fin de semana montan a la tropa en el coche y se deslizan por Américo Vespucio hacía arriba, rumbo al Parque Arauco. Siempre van con la vista enfocada en el asfalto y su intermitente línea blanca, sólo la levantan cuando ya han cruzado Tobalaba, les deprime la postal polvorienta y hacinada que presenta Américo Vespucio cuando se viene avanzando desde el sur de la capital. Cada vez soportan menos el caos de la Gran Avenida, el ordinario ambiente de Santa Rosa, y los peladeros eternos del parque La Bandera, el 14 de Vicuña Mackenna, Quilín, Grecia, Peñalolén..
La intuición es una de nuestras mejores armas contra el silencio de los padres que están cagados de miedo luego del golpe del 73, con sólo nombrar la palabra política estallan las alarmas y cambian el tema, a veces, indignados después de otro asesinato contra algún opositor que sale en las noticias comienzan a hablar críticamente de la situación, se desbandan, esbozan un rayado de cancha A través de pequeños gestos simbólicos van cincelando nuestra memoria infantil; llegar a casa y ver los neumáticos apilados en el patio interior a la espera de alguna protesta, los cacerolazos, el despertar madrugador de todos los once de septiembre para acostarnos en su cama y desde ahí, desde esa burbuja pasajera, oír por radio Cooperativa la retransmisión de aquel 11 de septiembre de 1973. Y así desde niño, uno sin saberlo, va almacenando esos retazos de historia que luego se convertirán en piezas indispensables para armar el rompecabezas de la historia chilena de las últimas cuatro décadas.
Pero las cacerolas del barrio se van apagando a medida que los escaparates del centro se comienzan a llenar de oportunidades para el progreso personal. La dictadura lentamente va consiguiendo privatizar el conflicto social en los bordes del Santiago frustrado, clava una estaca en el cuerpo social que se había cohesionado en algunos momentos más por el hambre que por la conciencia política.
Hoy todos los macarras del pasaje nos recogeremos temprano para ver La guerra de las galaxias en el canal nacional. Aquello es un verdadero regalo para los que no podemos ir con regularidad al cine y estamos condenados a esperar alguna película en la reducida oferta televisiva chilena que no se conforma con mentir en los noticieros, sino que también ameniza nuestras noches con un topo Gigio cada vez más viejo y cansado que nos desea con ternura las buenas noches mientras las aspas del helicóptero policial vuelven a sobrevolar los techos y remecer los vidrios mal encajados. Aquella noche no fue posible ver la dichosa película norteamericana porque alguien de la censura seguramente pensó que el horno, en este caso, las 525 líneas, no estaban para bollos de Jedi contra el imperio, menos después de lo que había sucedido a 40 kilómetros de Santiago cuando el General volvía de su residencia de vacaciones con su comitiva de seguridad.
A partir de las siete de la tarde el domingo silencioso comenzó a ser quebrado por un incesante ulular de sirenas y el razante vuelo de helicópteros que iluminaban una y otra vez los contornos del sur de una capital con alma triste que conectaba con el camino al sitio cordillerano del Cajón del Maipo. Recuerdo que mi viejo después de unos minutos encendió la radio y ya Cooperativa estaba informando sobre un posible atentado contra Pinochet y su comitiva. Recuerdo perfectamente que los primeros minutos de las primeras noticias se vivieron en casa con incredulidad y una que otra sonrisa; una imagen más cercana para intercalar en el largometraje de la represión que uno venía viendo desde que había nacido.
Yo me apresuré a encender el televisor y sintonizar el canal nacional y fue entonces cuando apareció aquel texto con la pantalla fundida en azul y negro. “Cítase a reunión a los miembros del Club Deportivo Papillon, en Colina..” Quizás aquel mensaje habrá durado un minuto, no lo sé, puede que más, lo único que imagine en aquel momento era que aquello era extraño, pero más raro aún era que no pusieran la película. Porque, que tenía que ver la guerra de las galaxias con el atentado a Pinochet que ya para entonces había aparecido en televisión con la mano vendada, envuelto en miedo e incredulidad. Parado junto a sus mercedes Benz blindado le explicaba al periodista y este a la gran familia chilena que en aquel cristal no sólo había rebotado el cohete locker, sino que ahí mismo se le había aparecido la virgen a mí general…
Después de años se supo que aquello nunca fue un problema de continuidad o una tanda publicitaria más que no se sostenía por sí misma. Aquellos destinatarios del mensaje oficial transmitido a todo un país no era más que el llamado de Pinochet y sus cómplices civiles para que los boynas negras se dirigieran al punto de encuentro para proteger al dictador y escarmentar a la población con otra ola de asesinatos, persecuciones y desaparecimientos. Aquel atentado cometido por una unidad del Frente Patriótico Manuel Rodríguez fracasó operativamente pero sin lugar a dudas dinamizó a los negociadores de la futura democracia que volvería a Chile en 1990. Aquella noche en muchas casas y pese al fracaso de la “Operación siglo XX” se brindó por todos aquellos hombres y mujeres que se habían decidido a actuar y que venían desde hace años entregando sus jóvenes vidas en la lucha contra la dictadura. Un pequeño brindis mientras la ciudad volvía al estado de sitio y el control militar.
(fotografía de Hector López, protestas populares, población La Victoria, 1986)
1 comentario:
Buenazo rey
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