Hace más de una semana que la chispa de un odio delirante brotó a 20 kilómetros de Johannesburgo. Hoy las cifras hablan de 42 muertos, cientos de heridos, más de quince mil desplazados y otros tantos de miles continúan huyendo por las calles en busca de algún cuartel policial que los proteja de la muerte. Esta vez no son los blancos segregacionistas con escopeta en mano disparando a diestra y siniestra en los suburbios obreros creados por el apartheid en la década de los sesenta. Hoy ya no huele a pólvora en aquel sitio sino que a carne humana chamuscada por el fuego, la policía incapaz de controlar la situación observa como las turbas de gentío negro y pobre descarga sus frustraciones con el colectivo inmigrante que también es negro, pobre y sin derechos.
Se calcula que más de tres millones de personas han dejado atrás su natal Zimbabwe huyendo del hambre y la violencia desatada por el régimen de Robert Mugabe, al cuál pareciera que poco le importa que la tasa de paro de la población este en un 80% y que la inflación supere el 160.000%.
Centenares de negros Surafricanos agobiados por el paro, el alza de los productos de primera necesidad, abandonados a la deriva de una capital boyante sin servicios públicos que les den asistencia y los protejan, se echan a la calle con sus machetes y barras de hierro que no descansarán de descargar su irá en otro cuerpo negro y pobre que sólo puede huir unos metros antes de caer ensangrentado ante el jubilo de los nuevos chacales que gritan y cantan envueltos en una danza macabra que recuerdan el genocidio de Ruanda.
De nada han servido los llamados a la calma. La multiculturalidad y la tolerancia trabajada con esmero por el estado, desde la vuelta a la vida para los que no eran blancos, se ha desvanecido en los suburbios tras el shock moral que significa la cacería de pobres contra pobres. Ahora los militares vuelven a ocupar los guetos (Germiston, Alexandra) con la misión de evitar que la sangría continúe.
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