A las 21:30 sale puntual de la Estació de Sants, Barcelona, el Talgo nocturno que todas las noches baja hasta Granada. Once horas en un tren al sur en clase turista donde la oruga de metal serpentea en silencio las curvas, algún chillido, pero nada que ver con aquellos ruidos ensordecedores del empalme de los vagones y el crujir de las vías cuando otro tren al sur, de un día ya lejano, salía de la estación central en Santiago de Chile. O de los colosos de metal que cruzan los andes bolivianos por el desierto de Atacama rumbo al mar, otros sonidos, olores y texturas que en estos desplazamientos están ausentes o perdidos en un vagón que se resiste a ser encontrado. Quizás sólo sea el aún no acostumbrarse a viajes sin sobresaltos, austeros en el tránsito, en donde no pasa absolutamente nada fuera del guión, y la verdad es que eso se agradece, pero a veces resta credibilidad al concepto del viaje en sí.
No me iba de Barcelona arrancando de los recortes sociales de la derecha nacionalista de CIU, tampoco iba en la búsqueda de los campesinos andaluces que cobran las prestaciones del PER y que según Josep Antoni Duran i Lleida se pasan todo el día en el bar del pueblo. Lo de ir a comprobar si los niños andaluces no sabían hablar español o que eran analfabetos lo descarté porque he vivido ocho años en el sur. Era un viaje de ida y vuelta, un simple hasta luego, pero a estas alturas de la historia y la vida que uno ha recorrido, sabe que un hasta luego puede transformarse al otro día en un simple adiós permanente. Así que días antes visité lugares de la ciudad que me producían sensación de futuro, pequeños detalles en donde reconocer que había un trazo pendiente por realizar.
En uno de esos últimos viajes por la geografía española, programado por el itinerario de las circunstancias, conocí a Abel, lo primero que me dijo cuando descendíamos por las escaleras mecánicas de Sants, fue que él nunca se había subido a un tren, era la primera vez. Lo dejé en su asiento y avance al mío pensando que la primera cara que vería por la mañana temprano sería la del policía nacional a unos pasos después de descender del tren pidiéndome la documentación, un control aleatorio de identidad, dicen, pero curiosamente siempre nos toca a los mismos.
La señora que compartía el asiento de al lado, me pidió que le cambiara el sitio; quería la ventanilla porque así podía observar las lucecitas de los pueblos palpitar a la distancia. Decía que así se sentía menos sola mientras esperaba llegar por fin a Linares de Madrugada. No hablaba mucho pero de vez en cuando soltaba un pequeño manuscrito de la vida vivida, frases como ¡la vida es muy bonita pero casi igual de cabrona, así que hay que espabilar! Me lo dijo con tono suave y una convicción que yo observaba por detrás de sus gafas.
Abel era un gitano de Jaén, de treinta y cinco años curtidos en infinidad de mercadillos andaluces, desde los 17 armando, vendiendo, desarmando y cargando la furgoneta para cumplir otra ruta o volver a casa. Ahora la crisis económica, otro amor, hijos repartidos por los ramales de la vida, lo tenían en constante movimiento entre Andalucía y Cataluña. Aquella noche en el bar nos tomamos un par de cervezas y hablamos sobre todo de costumbres y modismos gitanos, me recalcó que su actual mujer era mocita, que ahí estaba la prueba del pañuelo y sinceramente me dijo que esas cosas cada vez se veían menos. Estuve a punto de preguntarle si se refería a que se veía menos la virginidad, la prueba del dichoso pañuelo o que una gran proporción de chicas gitanas pasaran de aquel ritual hoy en día. Se despidió a la media hora recomendándome un par de buenos sitios en Barcelona para pillar caballo, se lo agradecí, sin saber porqué, y me quedé mirándome al espejo de la cafetería en su vaivén travieso esperando encontrar algún rasgo que me pudiera delatar como posible consumidor de heroína. Pese a estar en una mala racha me reconocí en la imagen y también tuve claro que quizás pegarme un buen chute no estaría mal si uno tuviera otras necesidades cubiertas. Porque hay viajes de los que a veces uno ya no vuelve, y si vuelve, en ocasiones es sólo una sombra, una silueta que ahora mismo no tenía ganas de delinear en mi vida.
Una rubia con pantalones de cuero entra al campo visual y se pide un batido de chocolate, saca la revista Hola y se sumerge en su lectura. En la portada a color Iñaki Urdangarín, justo en ese momento el tren pasa junto a una planta de celulosa y el olor a mierda invade todos los vagones. De vez en cuando la mujer coge la blackberry y sus dedos se transforman en una maquinita que va de una clavija a otra, una rapidez admirable para comunicarse y recibir la respuesta inmediata a través del pring que suena en todos los sitios públicos o privados.
Al fondo de la pequeña barra un treintañero lleva horas acariciando su iPhone y tomando café, me imagino que a veces pierde la cobertura porque se queda mirando al aparato - quizás a la manzanita que da vueltas intentando conectar- con una cara de desconsuelo que dura hasta que vuelve a tener cobertura y contacta con los amigos. Llegará un momento en que la soledad ya no será capaz de contenerla ni Facebook, ni twitter, ni tampoco el WhatsApp o cualquier red virtual que emerja.
A las dos de la madrugada se cierra el vagón de la cafetería y la posibilidad de seguir bebiendo algo mientras se lee, imposible seguir haciéndolo en el asiento, el foco que debe entregar luz esboza algo de su misión, así que es mejor apagarlo e intentar dormir. En las paradas más largas, de madrugada y con el frío calando los huesos, los fumadores nos encontramos ahí en un corrillo de chimenea oteando al andén por si los de seguridad vienen con ganas de hacer cumplir la ley o hacen la vista gorda, porque a esa hora, el andén está totalmente vacío y los pulmones tampoco son de ellos, dice una chavala de la tribu de las orejas dilatadas. Alguno pasa muy cerca como intentando oler si aquel pitillo de liar es tabaco o un porro. Se acerca el conductor del tren y nos dice que subamos, que se acabó la fumarola mientras tira su colilla a la vía y se dispone a cerrar las puertas.
Entonces tienes que transformar tu cuerpo en un rollito de primavera, en una tortilla de maíz flexible como recién calentada o estirarse como una loncha tiesa de jamón envasado y dejar que el cansancio haga el resto. Son casi las tres de la madrugada y la mujer de la otra fila del pasillo vuelve a decirme que es la segunda vez que hace este viaje en el mes, el primero fue para venir a enterrar a su padre, el de ahora, es para ir al hospital a ver su madre que le dio una hemiplejia. Conversamos de paso sobre los viajes que se reciclan en la memoria, habla de esos días en que la familia emigró a Barcelona, recuerda que había que bajarse del tren en movimiento antes de llegar a L'estació de França porque sí ahí llegabas sin contrato de trabajo te encarcelaban y luego te deportaban.
La posguerra española aparece de madrugada, de improviso, como susurrando al oído las consecuencias del olvido de aquel trozo de historia que se perdió en el camino, a veces, muchos intentan transmitir la idea de que España nació con la muerte de Franco. Es como decir que la historia de Rusia comenzó cuando cayó la Unión Soviética, o que la historia del neoliberalismo económico en las últimas tres décadas está llena de progreso e igualdad social. Me lo pregunto mientras trato de coger la postura idónea, el separador de brazos fijo no sólo dificulta la movilidad, sino que impide que dos cuerpos que lo van a pasar mal durante horas por lo menos puedan acoplarse y hacer buen uso del diminuto espacio, si están de acuerdo, claro está.
Despierto a las 8:30 en Granada. Al bajar del tren ahí están ellos haciendo un semicírculo. Camino tranquilo esperando que el segundo del perímetro se acerque a darme unos buenos días secos que en la mayoría de los casos se traducen en una simple frase cotidiana ¡documentación!, a veces va acompañada de un por favor y en la mayoría de los casos se remacha, con un seco, Policía Nacional. Entrego la documentación como otros tantos inmigrantes, algún estereotipo de perroflauta nacional y algún que otro sospechoso de más de cincuenta, andaluz y con cara de parado de larga duración. Diez minutos esperando la comprobación de los antecedentes.
Si antes habías tenido ganas de salir de la estación y gritar buenos días Granada, ahora sales mascullando palabrotas no porque te pidan los papeles sino por lo evidente y cotidiano en que se ha transformado ese mal llamado control de identidad aleatorio, que no es más que un control racista de identidad como los que hacen a la salida del metro en Barcelona o Madrid, en las estaciones de autobuses, plazas y locutorios.