abril 05, 2011
Una tarde habanera con Alberto Granado
La noticia me pilló tarde-como todo últimamente- yo estaba en los pequeños proyectos a medio terminar, sumido entre más desazón que son, embarcado en una búsqueda incierta que por alguna razón, me lleva a querer desatar, siquiera encontrar, el nudo ciego y terco, en que se ha transformado mi deambular por Granada. Con el tiempo he llegado a la teoría de que la bella ciudad del desencanto no es compatible con ciertas personalidades inestables, por eso uno debiera dosificar los encuentros con ella, sobre todo, por su peculiar carácter inmovilizador. Y la culpa nunca será de la ciudad sino que de los corazones fracturados que aún no entienden que la búsqueda-huida, también necesita un poco de sosiego antes de volver a echarse a la carretera y adentrase en otro viaje que encuentre la bifurcación hacía el otro lado del abismo personal.
En eso estaba, saturado de atender despedidas de solteros y solteras los fines de semana, con los dedos agarrotados durante días, rellenando otra solicitud de empleo virtual, quizás, sólo pensando en que la debacle capitalista y la profunda crisis económica española a toda hora amenazan con llevarse lo mejor de uno, lo que va quedando. No basta con resistir, hay que dar un paso adelante, me digo en un monólogo diario con respuesta incierta. Para que nos entendamos, hay días en que la historia contemporánea y su vorágine de acontecimientos se mezclan con el mismo dolor que uno siente al intentar responder preguntas que nos hacemos al boleo.
Entre la guerra en Libia, el terremoto- tsunami de Japón, la crisis nuclear y la batalla de los liquidadores de Fukushima se me coló la noticia de la muerte en La Habana de Alberto Granado, el 5 de marzo pasado. Dicen que se fue repentinamente; sin avisos previos que esbozan la silueta del último viaje. Después de terminar de leer la noticia, encendí un cigarrillo de liar y me entregué sin freno a recordar aquella tarde habanera de 2000. Las palabras se mezclaban lo mismo con un vino tinto que con un delicioso y embriagador vino de arroz del que dimos cuenta hasta la media noche en su casa. Era un hombre dicharachero, entregado a la conversación sin el adoctrinamiento que dan los años, un viejo que con el paso del tiempo no se le había agriado el carácter más allá de lo necesario. Sus mejillas eran surcos de historia, bajo sus parpados se acumulaban las bolsas de aquel que no sólo ha visto mucho, sino que había acampado ahí, donde la mayoría pasaba de largo. Sin quererlo, sin sospecharlo, cuando aún la película Diarios de motocicleta era un guión que lo apasionaba, pero aún no se rodaba, ya para entonces, Granado era un mito latinoamericano del viaje con mochila.
Un viaje épico a principios de los cincuenta entre dos amigos que por entonces sólo iban en busca de una aventura maravillosa. Con el corazón al descubierto dejaron que aquella realidad de injusticia social se abriera paso y los marcara para siempre. Si en aquel viaje Ernesto Guevara de la Serna comenzaba a despuntar en lo que más tarde sería el Comandante Che Guevara. El bioquímico, Alberto Granado, se embarcó en otro viaje vital que lo llevaría de Argentina a Venezuela para recalar definitivamente en Cuba. Los mismos sitios en los cuáles él eligió que fueran esparcidas sus cenizas. Se ha ido otro viejo revolucionario -en el sentido amplio del concepto- que aún no tenía la vista cansada después de tanto kilometraje de historia que vivió como protagonista. Si hubiera que resumir su vida en una frase, se me ocurre un rotundo Confieso que he vivido.
Yo confieso que la muerte de Granado fue un revulsivo interior no porque se fuera el mito latinoamericano del viaje con mochila, el caminante que con el Che que se hizo camino al andar, como diría Machado. Su muerte cayó en un momento en que las placas tectónicas que me componen por fin irradiaban algo de energía acumulada, que se venía malgastando, desaprovechando, como la que producen los modernos molinos de viento y que si no se utiliza en el momento preciso se pierde. De eso, el viejo sabía mucho, pero no recuerdo que tampoco diera lecciones sobre la vida y el compromiso aquella tarde no hacía falta, la vida de Granado hablaba por sí sola.
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